viernes, 12 de septiembre de 2008

Tulio Febres Cordero vindicado por Gil Otaiza

Por Alberto JIMÉNEZ URE (*)

Interesante la forma como el escritor Ricardo Gil Otaiza inicia su biografía de Don Tulio Febres Cordero [«Edición del Diario El Nacional», Caracas, 2008], mítico y emblemático intelectual venezolano de nacimiento decimonónico [1860]. Comienza por dejar explícito que fue «mortal», como nosotros, un hombre que experimentaría bienaventuranzas e infortunios. Que sería respetado, empero igual presa de la idéntica maledicencia que los hostiles Salieri –de todas las épocas- esputan contra inteligencias como la que tuvo Mozart: y a ello no puede calificarse como algo diferente a envidia, esa que, aun cuando no siempre lesiva, fijó su acepción última en los deseos del mediocre por desestimar o embasurar el talento de quien –sin aspavientos- lo exhibe:

(…) «Si, altos y bajos tuvo la vida de Don Tulio» (…) «Paradójicamente, fue un incomprendido, un ser que tuvo que luchar contra la inmediatez de su entorno y de sus contemporáneos para erigir una obra que trascendió los límites de su tiempo histórico por acción de su mera persistencia vital» [Ob. cit. p. 14]

Cuando comencé a leer la biografía que Ricardo redactó sobre nuestra Intelligentia Mater en Mérida, le confidencié a mi fraterno autor que su texto tenía propiedades semejantes a la «Física Cuántica»: me transportaba, en un claustromóvil de antimateria, hacia aquellos días. Me vi, me sentí y deambulé, cabizbajo y triste, por las calles que transitó Febres Cordero: fui su interlocutor fortuito, me inquietó su fragilidad corporal y lo tomé del brazo, en trance de admiración, para ayudarlo a pasar de una a otra acera hacia la Plaza del Prócer Principal.

Y, eufórico, recordé mi arribo a Mérida, durante el alba de la «Década de los Años Setenta» [ya que en paz descanse, Siglo XX]. Era una ciudad fría, con una sierra feliz e ininterrumpidamente plagada de nieve, cobijada por la neblina y una sempiterna llovizna durante todo el año. En las paredes del centro de la ciudad se adhería el musgo, los enormes árboles de las plazas principales [Glorias Patrias y Bolívar] parecían gigantes de Otro Mundo, los líquenes descendían de sus ramajes y los helechos embellecían balcones y parcelas baldías. Pero, irrumpió lo que los heroicos ecologistas del Green Peace popularizaron con la expresión científica «recalentamiento global» y ya a Mérida no la estigmatiza esa, que me provocaba estupor, Sierra ad infinitum Nevada.

Asevera el biógrafo y amigo que Don Tulio saboreó las mieles del triunfo social y literario. Aun cuando Mérida era casi una aldea, no exagera Gil Otaiza porque el éxito literario nunca ha estado realmente sujeto a la perversidad de eso que alguna vez impenitente Karl Marx calificaría como plusvalía, que siempre dictada por el entenebrado territorio del [mercado] materialismo: según el cual, valemos y somos exitosos proporcionalmente al cúmulo de próceres impresos que logramos, el poder que se nos confiera o la fama [académica, intelectual o de cualesquiera disciplina] que –de súbito- nos sobrevenga. Y, si de Literatura se trata, en la actualidad seremos triunfadores sólo por decisión de los miles o millones de lectores de esta sensación albertoisteiniana de existencia que la Multimedia y otros factores de la «Ciencia Postmoderna» han empequeñecido y de la probabilidad que nuestros libros impresos se conviertan en eso que llaman best seller [que muchos hipnotizados adquirientes ni siquiera saben qué significa en Inglés] para ocupar, sin ser leídos, los anaqueles de bibliotecas universitarias, públicas o privadas, y residencias de la presunta y siempre preterida «Clase Social Culta o Instruída».

Presumo que los rasgos historicistas que tiene la obra más conocida de Febres Cordero, sus indagaciones en rededor de los mitos y leyendas del Estado Mérida y hasta las querellas por límites territoriales que lo mortificaban impulsaron a Ricardo Gil Otaiza a decir en la biografía que (…) «Su interés fue siempre impactar de manera positiva todo aquello que brotaba de su tierra como un manantial, y que podría llevarse al papel para ser eternizado» [Idem., p. 15].

La evidente sensibilidad social de Don Tulio, explícita en la enjundiosa investigación que nos presenta Ricardo, impulsaría a Febres Cordero a preocuparse por asuntos que el propio biógrafo califica de «triviales o domésticos»: el comercio de la producción del café y cacao, el resguardo de la nombradía de de las plazas y lo que hoy nada de fatuo es: el inevitable y funesto destino de los ecosistemas en el planeta.

Febres Cordero habitaba un pequeño enclave del mundo, de aquel que fue inmenso y hoy, por lo expuesto la víspera, se ha reducido. Los avances científicos y tecnológicos han transformado al planeta en una comarca. Pero, las tribulaciones de nuestra Intelligentia Mater están vigentes. Y Ricardo Gil Otaiza, con su admirable destreza de narrador que en alta estima guardo, infiere:

(…) «Una larga avenida, que otrora estuviera vigilada por decenas de altísimos árboles, tal vez cipreses, que parecían callados centinelas apostados a la vera del camino, conduce al panteón familiar de los Febres Cordero, que se encuentra junto al de los Parra, donde yace el también eminente escritor, nacido en Mucuchíes, Pedro María Parra» [Ibídem., p. 19, del entretítulo «Cinco águilas blancas y un epitafio».

Fue una decisión acertada del Gil Otaiza, talentoso merideño devenido en biógrafo de uno de un gran magma de la intelectualidad regional, abordar ciertos aspectos de cuanto fue la vida íntima del insigne Don Tulio Febres Cordero [cuyo memorable nombre luce esa imponente obra ordenada por nuestro querido amigo, escritor y Gobernador Magnífico Jesús Rondón Nucete: el principal Centro Cultural de la capital del Estado Mérida]. Nombre que igual lleva la tan numerosas veces protagónica avenida donde más tarde se construyeron las facultades de Medicina e Ingeniería de la Universidad de Los Andes, y que históricamente registra los no siempre lícitos reclamos estudiantiles, desfiles carnavalescos y otros eventos.

Nuestro Pater intelectual experimentó la muerte prematura de su primogénita, Ana Josefa. El hacedor se deprimió profundamente, y se sumergió en la pena y reflexión alrededor los infaustos sucesos que la existencia puede deparar a cualquier Ser Humano, porque nadie espera o anhela que la vida lo lastime y aflija tan cruelmente:

(…) «El escritor entra en una dura fase de introspección y de análisis de su vida familiar, y al sobreponerse de la conmoción logra escribir un hermoso texto que intituló Siempre en blanco, que representa una especie de vitrina a través de la cual Don Tulio se expone, se desnuda, abre su corazón y deja que broten todos sus sentimientos que a lo largo de la vida de la hija había anidado en lo más profundo de su yo interior» [p. 79 de «La intimidad de su tragedia personal»]

Ricardo Gil Otaiza da suma relevancia, en el entretítulo ¡Me amabas tanto! [p.p. 115-121], a episodios matrimoniales del escritor. Aparte de reputado ciudadano, su relación conyugal era, y no exagero, ejemplar. Lo cual no es frecuente entre quienes transitamos el camino de las Letras, en el curso de las postrimerías de la Presencia Humana durante la Era del Tedeum Expansivo de una Humanidad Agónica, en los tiempos del imperio de fenomenologías como el Feminismo, la Desihibición Sexual, Informática, Multimedia, la Magia de lo Satelital y la Exploración Estratosférica de los parientes de la Tierra que procreó el Big Bang. Don Tulio y Teresa de Febres Cordero se prodigaron un intensísimo amor. Cuando ella muere [1883], dejó impreso su doloroso testimonio de inquebrantable fidelidad: (…) «Aun te siento en mi mismo; estrechamente abrazada a mi espíritu, apurando conmigo, en la misma copa, la gran amargura de la orfandad en que quedan nuestros hijos» [fragmento citado por el biógrafo, p. 117]

Gil Otaiza, quien incisiva e inteligentemente indagó sobre su vida, lo dice sobre el ulterior fallecimiento del auténtico Magister de una Literatura de inestimable legado para los venezolanos: (…) «Los merideños se apostaron aquella noche del 3 de Junio del año 1938 en los predios de la casona paterna, que servía de hogar al escritor merideño, y en la que había nacido, ubicada en la esquina del Centenario, en la Avenida 3 Independencia con calle 19 Cerrada, a cuatro cuadras de la Plaza Bolívar (…) No hubo una personalidad, o un simple hombre de pueblo que no se sintiera impelido a darle el último adiós a Don Tulio. Contaba con 78 años de edad cuanto expiró…» [Supra, p. 20]

(*) Alberto JIMÉNEZ URE es novelista, cuentista y ensayista de la Universidad de Los Andes. Ex columnista de la Página A-4 [Editorial] de El Nacional durante la Década de los Años Setenta.

domingo, 20 de julio de 2008

Dictados contrarrevolucionarios

RICARDO GIL OTAIZA

¿La profesión de fe de un narrador y poeta comprometido con la inmanencia de lo metafísico?


Acercarse a un autor como Alberto Jiménez Ure (Tía Juana, Estado Zulia, 1952) no resulta nada fácil, sobre todo si se considera la inmensa carga freudiana que traen sus textos, ya sean narrativos o poéticos. En Dictados contrarrevolucionarios (Ediciones del Rectorado de la ULA, 2008), su nueva entrega, se nos presenta como un autor maduro, conocedor de los más recónditos espacios de la psique y de la vida, que intenta desmembrar, en sus elementos fundantes, a una civilización asqueada, podrida, que en su día a día vertiginoso desincorpora del hombre aquello que más lo aproxima a la humanidad: “su propia dignidad”.
Hallamos en esta nueva entrega a un poeta y a un intelectual de regreso de los caminos de la existencia, que trae consigo una inmensa carga de angustia así como jirones de esperanzas para compartir con quienes deseen escucharlo. Percibimos a un creador que intenta —¿en vano?— abrir espacios para la inteligencia, en medio de la huída de la certeza que nos regala el presente siglo. Su discurso lo acerca al narrador y ensayista judío Amos Oz, en su doloroso libro de conferencias titulado Contra el fanatismo (Siruela, 2005), cuando nos dice que los hombres contemporáneos hemos perdido las tres grandes certezas del hombre decimonónico: el saber dónde iba a vivir, que iba a hacer para vivir y adónde iría una vez que lo alcanzara la muerte. Tal vez Jiménez Ure busque de manera desesperada hallar certezas metafísicas en donde reina el más burdo caos materialista, de allí sus dolorosos enunciados poéticos a través de los cuales intenta asirse a la existencia para no perder la cordura.
En este libro (difícil de encuadrar en género literario alguno: poemario, enunciados poéticos, reflexiones metafísicas, etc.) Jiménez Ure compone una amalgama casi perfecta de lo profano y lo sagrado, de lo que está a flor de piel y lo oculto, de lo sublime y lo abyecto, y deja explícitas sus profundas convicciones filosóficas y religiosas que lo acercan a la búsqueda atávica de lo infinito y lo perfecto, de lo inmortal y trascendente (a que aspiramos todos los seres humanos), y que sólo alcanzan quienes a través de la palabra dan el salto cualitativo hacia las dimensiones inasibles y perplejas de la poesía. Hallo en este punto conexión directa con su maestro y mentor, Juan Liscano, quien anduvo largo trecho de su vida tratando de darle sentido a tanto disparate: la pérdida sincrónica de un fin ontológico a la existencia humana; de allí su desazón intelectual, de allí su dolor poético.
Frente a la infamia, Jiménez Ure se yergue con el látigo de su incisiva poética para denunciar y denunciarse. Si bien toma del maniqueísmo intelectual la eterna batalla entre el bien y el mal, se percibe en cada texto a un poeta ávido de respuestas ante sus angustias existenciales, y más que soluciones que podrían ser remedo de una moraleja decimonónica y cursi, postula sus propios valores y los coteja ante un mundo presa de miseria y de muerte.
En Dictados contrarrevolucionarios hay una posición crítica ante una serie de circunstancias políticas y sociales (que hoy laceran la piel de nuestro país y de casi toda América Latina), que hacen de nuestros días una odisea de supervivencia y de permanencia histórica; pero ello no es obstáculo para el poeta, ya que se levanta ante las arbitrariedades y las injusticias con voz potente y esgrime, con la autoridad que le confiere sus claroscuros personales y su estatura intelectual, la bandera de una existencia en la que “no (le) apuran la muerte ni los deseos carnales”, y avanza sin titubeos hacia el autoconocimiento y la realización plena.
Encontramos en este nuevo libro a un Jiménez Ure que enfrenta con gallardía lo establecido, a tal punto de que podríamos afirmar que se trata de un libro contestatario, de denuncia, de enfrentamiento contra las elites de diversa naturaleza que pretenden ser las dueñas del mundo y sus riquezas. Percibimos a un poeta victorioso, que regresa de su propia guerra interior con la versión salvífica del género humano a través del poder de la palabra. Al mismo tiempo, queda en las páginas del poemario la sensación de un mea culpa que, mas que intentar su redención como hombre y como escritor, busca exorcizar los viejos fantasmas que han pretendido atenazar su intención en prosa y poesía a patrones o lugares comunes de aberración y de locura.
Empero, Jiménez Ure se declara autor de una poesía ajena a la academia y a las normas que, cual camisas de fuerza, sujetan a la creación a posiciones y realidades artificiales que tergiversan el hecho poético. Percibimos en el poemario una fuerte carga ontológica y metafísica, que dejan al descubierto a un ser desencantado frente a su realidad, pero que está consciente de su papel civilizatorio en medio de la barbarie personal y global. Es así como a lo largo de estas páginas Jiménez Ure lanza a cada instante gritos desesperados que le sirven de catarsis frente a su contexto y, a la vez, para medir sus fuerzas físicas y espirituales, así como para intentar comprender lo incomprensible e inaudito.
No obstante, a pesar de su desencanto personal, el autor opta por la vida, por la no agresión, por una paz fundada en la esencia metafísica que nos alcanza cuando nos abrimos a ella. En contra de sus mismos deseos —quizá—, el poeta profundiza como nunca en una espiritualidad basada en un equilibrio entre el Yo interior y el hacer mundano (y lo desborda), hasta exclamar con las manos sobre las escrituras: “Que los muertos entierren a los muertos y haré el amor”, como protesta airada ante la inminencia de la guerra y sus fatales consecuencias contra el Hombre y su mundo terreno.
Dios, sexo, amor, vida y paz, lucen en boca de Jiménez Ure como valores supremos, ante los cuales cae rendido para construir a partir de ellos una propuesta de calidad, que logra trascender los aspectos meramente estilísticos para adentrarse en los sustantivo de todo texto artístico, es decir, la universalidad. Dictados contrarrevolucionarios busca —y creo que lo alcanza— descifrar lo inasible e infinito de la terrible realidad que nos circunda, para acercarnos a la luz que nos permita salir airosos del caos y la entropía de un mundo que se niega a ser vivido a través del prisma de un humanismo que podría sanar sus profundas y viejas heridas.

rigilo99@hotmail.com

Textos del asombro y de la perplejidad

RICARDO GIL OTAIZA

Notas sobre “Jiménez Ure a contracorriente (Revelaciones íntimas a un outsider)”.


Fuera de las cartas cruzadas entre Alfonso Reyes de México y Mariano Picón Salas de Mérida (posteriormente compiladas y publicadas por Gregory Zambrano bajo el título: Odiseos sin reposo, Universidad Autónoma de Nuevo León de México y la Universidad de Los Andes de Venezuela, 2007), nos hallamos ante un libro raro, extraño, si se quiere casi inaudito en el ambiente literario latinoamericano: Jiménez Ure a Contracorriente. Revelaciones íntimas a un outsider, Ediciones Aleph Universitaria, Mérida-Venezuela, 2008. En él se insertan cartas, notas breves, sesudos ensayos literarios (y mucha intimidad), escritas y remitidas todas por el desaparecido poeta, ensayista y gran intelectual que fue Juan Liscano (Altagracia de Orituco, Estado Guárico, Venezuela, 1915, Caracas, Venezuela, 2001), al cuentista, novelista, poeta, ensayista, periodista y crítico merideño, nacido en Tía Juana del Estado Zulia, Venezuela (1952), que sigue siendo Alberto Jiménez Ure, durante 19 años de estrecha amistad personal y literaria entre ambos personajes (1978-1997).
Suele pensarse que entre personas que profesan un mismo credo o un mismo oficio prevalece la camaradería, la sinceridad, la honestidad y la ayuda desinteresada. Sin embargo, estos valores son grandes ausentes en aquellos espacios, más aún en medio del difícil contexto de las letras, en donde el “sálvese quien pueda” parece ser muchas veces el grito de guerra. Encontrarse, entonces, con textos donde uno grande de la literatura nacional reconoce sin empacho su admiración por la obra de un joven y prometedor escritor, que vive en la provincia, y que de paso se perfila como un poeta, narrador y pensador a contracorriente (casi un maldito), no es usual entre nosotros. Y eso es precisamente lo que más admiramos en estos textos del muy recordado Juan Liscano, dedicados a Alberto Jiménez Ure, que hoy nos regala Ediciones Aleph Universitaria (2008).
En la primera misiva enviada (Caracas, 27 de Junio de 1978) Juan Liscano hace su profesión de fe: declara que le gustan muchos de los relatos que ya Jiménez Ure había publicado en su libro Acarigua, escenario de espectros, que el avezado crítico ya había leído tiempo atrás. Agrega además: “Por fin un narrador venezolano que escapa del realismo, el populismo o la manía experimental”. No contento con tan clara declaración literaria agrega un comentario político —y comprometedor— “No estoy con el marxismo y su práctica política es una virtud”. Por otra parte, en esa misma carta Liscano le manifiesta a Jiménez Ure que ha de tomar un texto de su libro Diálogo con Dios para enviarlo a la revista Zona Franca y entregará los originales a Monte Ávila Editores. En otras palabras, esta primera carta marcará —a grandes rasgos— los elementos fundantes de la larga y fructífera amistad entre ambos personajes: literatura, política, sociedad e idealismo.
Ya en la segunda carta (Caracas, 11 de Marzo de 1979) se adentra Liscano en los pormenores literarios (en lo cual era un maestro) de las obras leídas y admiradas, huelga decir: Acarigua, escenario de espectros y Acertijos. En esta misiva deja el autor fluir su pluma para describir, detallar y reflexionar sobre el valor de los textos incluidos en ambos libros, expresando sin ambages sus opiniones —las más de las veces elogiosas—, sin dejar de lado la agudeza y la incisión que como crítico siempre le caracterizó. Hace gala de erudición en el tema literario, de un conocimiento profundo sobre la problemática de la narrativa venezolana y le desea a Jiménez Ure que “se logre y logre su propósito bien intuido por Calzadilla, en las breves palabras de exordio a Acertijos”, refiriéndose a que todo narrador debe alcanzar, no sólo el efecto “sorpresa” y un buen “tema” para contar, sino la perfección idiomática “que no constituye un obstáculo, sino una transparencia”.
En este mismo texto epistolar incluye Liscano críticas a obras de autores venezolanos de peso, como Salvador Garmendia, por ejemplo, y su relato El inquieto anacobero (publicado en el diario El Nacional), al que no vacila en calificar como “mediocre”. De Gallegos comenta: “después de su trilogía Doña Bárbara, Cantaclaro, y Canaima, se asustó de sus fantasmas interiores… Fuera de esos tres libros, lo demás es malo, malo”. Más adelante en el mismo texto, después de analizar someramente y criticar el contexto cultural y farandulero venezolano, agrega: “acepto el carácter minorista de la poesía, la poca recepción de la Literatura verdaderamente creativa o humanística, la marginalidad del verdadero creador”. Como se puede percibir, toda una declaración de principios que bien podrían erigirse en la base y en el sustento del oficio de escribir.
En un ensayo crítico titulado Acertijos y Jiménez Ure, en donde Liscano habla con acertado criterio en torno al libro Acertijos, señala algo que llama poderosamente la atención: “Hay escritores que tienden, desde jóvenes, a la madurez. Jiménez Ure es uno de ellos”. Reconozcamos que la frase anterior pertenece a uno de los más caros conocedores del panorama de la literatura venezolana de buena parte del siglo XX, y ello le confiere mayor peso a sus juicios, que buscan —de manera deliberada, ¿quién lo pone en duda?— insertar al joven escritor —como de hecho lo logra— en el cuadro de honor de los autores emergentes de ficción con mayor peso específico en el ámbito nacional. El padrinazgo, por decirlo de alguna manera, de Liscano a Jiménez Ure, se erige, pues, en ingente impulso a su carrera literaria y es el “responsable” (amén de su reconocido talento) de la enorme figuración que nuestro autor comienza a tener entonces dentro y fuera del país.
En el mismo ensayo crítico Liscano expresa más adelante: “(Jiménez Ure) aborda, desde una perspectiva fantástica, planteamientos filosóficos, existenciales, ontológicos, creando lo que el ya nombrado Calzadilla califica de “ficción conceptual”. En este punto de análisis literario hallamos un elemento vinculante entre la escritura de Jiménez Ure y los anhelos de trascendencia en la vida de Liscano, que con el correr del tiempo se harían esenciales en su cosmovisión y en su anhelo místico. Es decir, encuentra Liscano en los textos de nuestro autor vasos comunicantes con su propia búsqueda personal, lo que lo lleva a identificarse plenamente con su propuesta estética, y hacerla suya de inmediato. Lo fantástico no niega la trascendencia —de allí el error de percepción de algunos falsos críticos—, sólo le insufla visos que hacen de lo narrado expresión compleja y multidimensional de la vida humana y sus deseos de perpetuidad inmanente.
Al denostar frecuentemente Juan Liscano del afán realista de la literatura venezolana y aceptar como válida —desde el punto de vista estético y conceptual— la propuesta jimenezuriana, el viejo iconoclasta da un salto cualitativo en su comprensión del hecho literario como tal, y se adentra —tal vez sin saberlo, o deliberadamente, da igual— en los espesos bosques de una mirada de asombro y de perplejidad ante el derrumbe de lo establecido de la mano de un joven creador, de allí su aquiescencia y su abrazo igualmente apasionado a lo inusual, a lo antitético de su propuesta. A partir de entonces la visión liscaniana del texto narrativo y poético busca ir más allá de la forma, y se sumerge en aguas profundas donde no todos pueden ser invitados.
Admira Liscano en estos textos la capacidad de Jiménez Ure de descomponer el tiempo lineal, de ir y regresar, de fusionar pasado, presente y futuro en un mismo acto, de estar aquí y en otro espacio sin que se pierda la noción de lo leído; de sumergir a sus personajes en atmósferas psicológicas en donde el peso filosófico y moral no es un artilugio del esteta, sino esencia de lo contado. Su capacidad para fundir lo sagrado y lo profano, la precisión y la concisión de su escritura, su autenticidad y ascetismo, su ahora y su inmanencia en todo lo que atañe a la humana condición, su lanzarse permanentemente al abismo sin más certeza que su propia duda ante todo lo que lo rodea, son elementos claves frecuentemente exaltados por el viejo intelectual.
Es asombroso y ejemplarizante el permanente elogio por parte del maestro Liscano a la escritura de Jiménez Ure, y ese reconocer nuevos derroteros y esperanzas en sus textos. En carta remitida el 23 de Junio de 1985 expresa contundente: “Es heroico el esfuerzo que tú y algunos otros jóvenes hacen por sacar la narrativa del realismo, del historicismo, de la sociología”. Digo que es “asombroso” y “ejemplarizante”, porque no se trata de meros cumplidos, o de frases hechas para ganarse la aquiescencia del joven escritor; nace de la convicción profunda de estar frente a un creador que rompe esquemas, que se aleja ostensiblemente de lo estatuido, que busca en su prosa y en sus versos una perfección estilística y una densidad metafísica pocas veces vistas en autores venezolanos del siglo XX, fuera de voces extremas como la de un Ramos Sucre, por ejemplo, cuya limpieza literaria y profundidad ontológica son fuentes de encanto y de estudio aún en nuestros días. Sólo que en Jiménez Ure el realismo se aleja definitivamente y hace su entrada sin remilgos la ficción compleja, cuyo rico entramado sensorial y de lenguaje (permanentes neologismos y arcaísmos, entre otros elementos) atrae y repugna, eleva y humilla, enaltece los sentidos y la conciencia, o los sumerge indefectiblemente en las profundidades de lo desconocido.
Hallamos en estos textos epistolares a un Liscano humano, que establece con el joven escritor un vínculo de amistad que lo satisface y por ello decide retribuir la generosidad de aquél por la vía del intercambio literario, de la permanente lectura y crítica de sus textos, de confesiones personales en donde se nos muestra como el viejo literato que ve en el otro a un discípulo aventajado al que debe proteger ante su propio y desmesurado talento, y al que hay que seguir formando para que llegue a ser lo que se intuye como una semilla de inmensas posibilidades estéticas. Es tal la prodigalidad de juicio del maestro ante el discípulo, que le declara en la misma comunicación: “No abrigues el menor temor de que vaya a comprometer mi amistad tan espontánea y leal contigo porque no apruebe tu disconformidad y tus arremetidas contra tus colegas, por lo menos los que no te gustan. Más bien estoy escribiendo un largo trabajo sobre la Literatura Venezolana, para el “Círculo de Lectores”, y te voy a hacer justicia”.
A propósito de los Cuentos abominables Liscano le expresa a Jiménez Ure el 7 de Abril de 1991 lo siguiente: “Usted como yo, somos inteligencias literarias outsider”. Interesante esa declaración, porque nos muestra de manera categórica en dónde radica, pues, el vínculo, el vaso comunicante, el hijo conductor —por llamarlo de alguna manera— de la inusitada empatía intelectual entre ambos personajes. Liscano se reconoce en su propio espejo, se siente imagen especular de la figura de un joven iconoclasta en lo literario y en lo público, se identifica con este narrador “extraño”, fuera de lote, insólito, peculiar, atrevido, orgulloso, solitario; extranjero en su propia tierra.
Halla el viejo maestro la posibilidad de adentrarse en su propia poética narrativa, en su misma búsqueda, por la vía de dejarse seducir en lo literario por un creador —cuya obra en algún ensayo calificara de “maldita” e “irrespetuosa hacia la realidad”— que no buscó los caminos fáciles ni expeditos de las letras; todo lo contrario: decidió estar a contracorriente, de allí la fascinación ante su propuesta de parte de mentes lúcidas y expectantes como la de Liscano, que a pesar de haber declarado sin rubor y abiertamente: “Nadie puede disfrutar leyendo a Jiménez Ure”, se convierte en uno de sus incondicionales lectores y críticos.
Por la vía de lo dialógico encuentra el ya anciano maestro inspiración metafísica y valores espirituales, que “satisfacen” su búsqueda personal de un más allá, veamos lo que expresa en la misma carta: “lo escrito por gente como tú será tomado en cuenta como retrato fantaseado de una estación de vacío, tinieblas, desorden, aberración, idolatría del dinero y reversión de valores. Dios no tiene la culpa como tampoco tiene que ver directamente con la Creación”. Más adelante en una carta del 4 de Mayo de 1995 —y a propósito de este tema—, expresa Liscano: “da para pensar y morir tranquilo”.
Para cerrar su reflexión metafísica y trascendental leamos un fragmento de un curioso texto inserto en una carta de fecha 6 de Noviembre de 1997 (la última de la colección), donde Liscano diserta en torno al libro Revelaciones, y declara: “Satán no es sino ficción de la rebeldía de nuestra mente ante un mundo que parece regido por aquél. Pero cuando medito en Cristo, en San Francisco, en la madre Teresa de Calcuta, en José Gregorio Hernández, Satán desaparece y resplandece el Rey del Sufrimiento Humano en su cruz… Esa cruz crística me alumbrará. Lo espero. Hasta el final”. ´
Sí, fue hasta el final, ocurrido el 16 de Febrero de 2001. El hombre de letras, el crítico, el burócrata, la figura nacional y continental se sumergió en las profundas aguas de lo metafísico, de lo insondable. Nos quedan como legados sus textos poéticos, sus ensayos, sus agudas e incisivas reflexiones en torno al hecho literario, y todo ello lo describe en sus aspectos creativos e intelectuales. Pero estas cartas que hoy nos entrega Alberto Jiménez Ure, a través de Ediciones Aleph Universitaria, lo desnudan como al ser humano que fue, con todo ese espectro de altos y bajos que nos caracterizan, erigiéndose, pues, en fuentes primarias para la indagación literaria de un buen fragmento del portentoso siglo XX, que nos legó gran herencia, aunque —deberíamos transigir— inmensos desafíos…

rigilo99@hotmail.com

sábado, 19 de julio de 2008

Apostillas a la Historia de un encargo

RICARDO GIL OTAIZA



De reciente salida al mercado iberoamericano, el libro Historia de un encargo: “La catira” de Camilo José Cela, del autor venezolano Gustavo Guerrero (actualmente residenciado en Francia), por cierto, Premio Anagrama de Ensayo (2008), resalta por su fuerza desmitificadora en torno a la figura del Nobel gallego, pero también por sus imprecisiones y erratas.
A través de un lenguaje sencillo el autor nos comenta los pormenores del escándalo suscitado en Venezuela en 1955, a raíz de la publicación de la novela La catira, encargo que le hiciera el gobierno del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez, al para entonces ya connotado novelista Camilo José Cela. Cabe destacar que la “transacción” fue por un texto (cuya naturaleza fue decisión propia del autor) que versara sobre la denominada venezolanidad. Buscaba el gobierno del todavía recordado sátrapa, limpiar la imagen de un país hundido en la más inverosímil de las realidades, utilizando para ello la figura de un autor echado pa´lante, vehemente, cuya ambición —¿literaria?— nunca fue puesta en duda.
Llama poderosamente la atención el que la primera parte del libro carezca de una estructura o formato propio del género ensayístico, acercándolo sin vacilación al estudio monográfico y, por qué no, a la tesis académica (posiblemente doctoral). Hallamos un afán documental, un hacerse (tal vez asirse) de papeles que soporten lo que más adelante se nos abrirá en una suerte de panoplia discursiva, en donde entran disímiles elementos: mucha subjetividad, descontextualización, obsolescencia argumental, mala interpretación de la realidad, pero sobre todo “morriña” (para decirlo al modo gallego) por el país dejado.
Busca Guerrero demostrar que en la configuración de ese “suceso” titulado La catira, entraron en juego muchos factores: políticos, sociales, culturales, literarios, y hasta biográficos. Sin duda, la citada novela causó en su tiempo un revuelo extraordinario, llegando incluso a poner en peligro las “buenas” relaciones bilaterales entre España y Venezuela. Empero, nadie ha ocultado jamás, ni siquiera el propio Cela (descarnado como lo fue), que la obra nació azuzada por la mente brillante de un Vallenilla Lanz hijo, cómplice, mentor, ideólogo y propulsor del régimen perezjimenista, en un afán por “elevar” al país —y por ende a su gobierno— a la cima de la comprensión e inserción universal de lo (falsamente) venezolano, por la vía expedita de la literatura. Es más, fue (y continúa siendo) vox pópuli que el novelista recibió una fuerte suma de dinero como adelanto por la escritura del texto, y que ello significó un buen empujón a sus desmirriadas arcas. Hasta aquí el ensayista no ha aportado nada nuevo a la discusión, no ha descubierto —por decirlo de alguna manera— el agua tibia.
Buena parte del libro se va perniciosamente en menudencias, en entretelones, en detalles superfluos (como el que Cela se fotografió a caballo a la usanza llanera y llevaba puesto un sombrero), en los diversos viajes del escritor a Venezuela en busca de información (que si le pagaron o no el pasaje, que si el avión era de hélices, que si regresó a España sin despedirse, que si tomó información prestada de autores venezolanos como Arturo Uslar Pietri, Gallegos, Meneses, etc.), en la descripción del denso entramado burocrático que lleva a Cela a entregar a la vindicta pública la esperada novela (la componenda política, el desafío del gallego a la sensibilidad de los venezolanos). Hace énfasis el ensayista, eso sí, en la pesada carga que implicó para el gallego el compilar frases, palabras, vocablos, modismos, y venezolanismos, para luego insertarlos (atinada o desacertadamente, eso es discutible) en su libro, que hoy es objeto —con derecho— de numerosos estudios filológicos.
Me parece que el ensayista desatina al intentar analizar la estructura de La catira, porque echa mano hoy (haciendo suyos los criterios de los acérrimos detractores de ayer, tanto del autor como de la obra) de visiones, posturas y paradigmas que para la época de su elucidación eran válidos. Por otra parte, el ensayista ignora por completo la naturaleza del género novelesco, intentando en vano descalificar a la obra por la vía de su no-correspondencia con la idiosincrasia nacional, dándole la espalda a la libertad de creación del autor. Soslaya Guerrero el hecho de que la novela es un género híbrido por excelencia, maleable, versátil, en donde se pueden incorporar elementos aparentemente antinómicos, y ello es perfectamente válido. La catira está ambientada en los llanos venezolanos —transijo—, pero eso no quiere decir que sea una fotografía de la realidad; tan sólo una representación, una aproximación, una recreación artística.
Como obra literaria La catira (o cualquier otro texto creativo), está exenta de dar respuesta a los denodados afanes nacionalistas, que desde los tiempos de Guzmán Blanco se instauraron como sacra religión en nuestro país. Por ello la reacción de tirios y troyanos frente a la obra. Mientras unos vieron un “retrato” (de allí la ilusión del género, y su esencia) de la realidad venezolana (aunque magnificado por su ostentosa carga lingüística), los otros se vieron al descubierto, inermes ante una circunstancia literaria que dejó en evidencia que el “rey” estaba desnudo. Mientras los oficialistas se percataron de que había sido una torpeza hallar a un novelista para que dibujara el perfil sociológico de un pueblo asqueado frente a su propia realidad, los opositores se indignaron ante lo que consideraron una burla al manoseado gentilicio venezolano. Y en le medio quedó el narrador, el artífice de ese extraño artefacto literario (para utilizar términos de Jorge Herralde), que hizo gala su ingenio y de toda su pericia en el oficio de narrar, para escribir una obra con una fuerte marca celiana.
Si La catira buscó en su génesis (sólo política, quede claro) “competir” la universalidad alcanzada por Rómulo Gallegos con su Doña Bárbara, el escritor español se desmadró al estamparle a cada personaje (sobre todo a Pipía Sánhez) su firma: erotismo-obscenidad, sátira, ironía, humor negro y tremendismo. Algunos de los cuales no se aprecian ni por asomo en la novela de Rómulo Gallegos. Es decir, logra Cela deslindarse del acotado espectro literario de la época, de las ataduras de las periclitadas concepciones venezolanistas, de las imposiciones exógenas (incluidas las políticas, por supuesto), de la impronta de los atavismos telúricos propios del criollismo, para generar un producto raro, extraño y exótico, hasta para los propios venezolanos.
Lógicamente, no podía caber otra cosa sino el escándalo. Y se dio con mucha fuerza. Lamentable —eso sí— el que nuestro ensayista no perciba los hechos en su justa dimensión y se coloque al margen de las evidencias que él mismo nos proporciona, para lanzarse a la aventura de un análisis crítico descontextualizado, pobre y añejo en argumentos, quedándose petrificado —como la mujer de Lot— mirando hacia un pasado que como tal ya no podemos reescribir. Tan sólo nos queda —por fortuna— el vislumbre de nuevas interpretaciones de los hechos y de la obra per se, a la luz de las causas (políticas, sociales, históricas, literarias, etc.) que originaron o dieron pie a la polémica obra.
El ensayista asume posturas rígidas en su análisis; se une al coro inefable de los falsos críticos de la época. Se retrotrae —¡increíble!— a los años cincuenta, asumiendo como voz propia la de los protagonistas de entonces, para desde allí atacar (ahora sí en el presente desde donde escribe) a quien ya no puede defender su obra. Y si Cela estuviese presente se reiría con su cinismo habitual de tanta perfidia mal hilvanada, de tanta pifia mal investigada. Veamos.
Nos dice Guerrero (en una especie de conclusión, cuestión absurda en un ensayo que debe quedar abierto, a la libre de cada lector, titulada: ¿Nos espera una lengua común?) que La catira fue un fiasco (sic). Y no contento con tan alegre afirmación agrega, que “Cela da muestras de un oportunismo, una avidez y un menosprecio hacia los otros sencillamente bochornosos”. Si se analiza todo el escándalo suscitado alrededor de la novela, y la salida a la palestra de lo más graneado de nuestra intelectualidad (como de la española), para asumir posición al respecto, el argumento del “fiasco” se cae por su propio peso. Logró Cela aglutinar alrededor de su obra —y de su persona— argumentos que dieron al libro un inmenso centimetraje en la prensa iberoamericana, y ello elevó la venta de La catira a cifras astronómicas e inauditas para la época, y su figura la ubicó en la cúspide literaria, tanto en España como en los países de habla hispana. Por otra parte, el mismo Guerrero nos dice que la crítica española, no sólo le fue favorable al libro del gallego, sino que lo elevó a la categoría de obra maestra. Y ello no varió sustancialmente luego del escándalo.
Con respecto a la avidez y al oportunismo, no ha sido Cela un caso exclusivo en las letras universales. No olvidemos (por poner sólo un ejemplo) el reciente escándalo suscitado a raíz de la publicación de Pelando la cebolla, memorias de Günter Grass, en las que acepta haber formado parte de las Waffen SS, y lo calló durante varias décadas para no perder su membresía y prestigio literario (traducidos en premios, incluyendo el Nobel, dinero, etc.). En todo autor hay ansias, codicia, vanidad, y ello no lo desdibuja ante la mirada de un colectivo, porque forma parte de la naturaleza humana y, si se quiere, del mismo oficio de escribir.
El que Cela haya aceptado escribir una obra por encargo, no lo convierte en un delincuente, podría ser motivo —eso sí— de un análisis en torno a los valores que deben signar a la vida de todo creador. Recordemos que el Cela de los años cincuenta era un hombre autosuficiente, soberbio, en plena efervescencia de su pluma, dispuesto a comerse el mundo, ávido de experiencias que lo marcaran en lo personal y en lo literario. En todo caso, el “encargo” no dañó la imagen del escritor gallego: continuó de manera exitosa su carrera literaria y muchos años después (1989) alcanzó el Premio Nobel de las letras por el conjunto de su obra (incluyendo, cruel paradoja, a La catira).
Un poco antes, en la página 261, Guerrero afirma contundente: “Huelga decir que salió perdiendo asimismo (por el escándalo) Camilo José Cela, que escribió una obra mediocre y dejó fama de mercenario y oportunista en Venezuela y en Hispanoamérica. No en vano, aunque recibirá nuevas invitaciones, jamás volverá a poner los pies en el país sudamericano”. Esto es completamente falso. Cela volvió a poner gustoso los pies en Venezuela 38 años después de su odisea literaria con La catira y quien escribe —yo, por supuesto— soy testigo y fui acompañante en su visita a Mérida (Venezuela) el 3 Julio de 1993. Es más, aquella hermosa mañana (recreada varios años después, con motivo del fallecimiento del novelista, en un ensayo que publiqué en Verbigracia de El Universal de Caracas, titulado: Camilo José Cela: Un rey que no es de este mundo) le inauguramos una pequeña plaza (hoy en ruinas) y le hicimos un grato homenaje que degustó impávido desde su trono.
Más aún: desde Caracas a Mérida lo acompañaron el historiador y escritor Guillermo Morón (a despecho de Guerrero, crítico primigenio en Venezuela de La catira) y el entonces Vicerrector Académico de la Universidad de Los Andes (Venezuela), Prof. Leonel Vivas, hoy embajador en Australia. Para rematar la pifia del ensayista, y cerrando mis apostillas, el mismo Cela inmortalizó los dos días que pasó en mi ciudad en un exquisito y breve artículo titulado: Escrito al salir de Mérida de Venezuela, que insertó en su libro A bote pronto (1994), en donde expresó sin ambages y para la posteridad (Guerrero dixit), lo siguiente: “Mérida, la remota Mérida de los Andes y su Universidad, Santiago de los Caballeros de Mérida, el entrañable caserío donde puse gozoso fin a mi travesía del desierto venezolano, yo ya me entiendo y bailo solo, tras cuarenta años de paciencia y buenos deseos de acertar y sentir. Ahora tan sólo quiero dejar constancia de los dos días que viví en Mérida y que ya nadie podrá quitarme jamás”.

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