domingo, 26 de junio de 2016

RAMÓN PALOMARES: EL LENGUAJE DE LO AUSTERO

 

 Por: Ricardo Gil Otaiza

Ser austero en el campo de lo poético no se traduce necesariamente en una merma de la expresión literaria, sino también (y aquí cabe un primer supuesto): la condensa en una suerte de destilado, que busca entregar espíritu y esencia con cada vocablo. Hay poetas de la exuberancia del lenguaje, que anhelan exorcizar sus sentimientos en el papel hasta convertirlos en cantera, en torrente; en expresión inacabada por la vía del derroche léxico. En el primero de los casos hallamos al venezolano Ramón Palomares; en el segundo, al chileno Pablo Neruda, quien paradójicamente es fuente de admiración e inspiración de nuestro bardo. Centraré mis reflexiones en el trujillano, objeto de este homenaje, por erigirse —quizás sin pretenderlo— en expresión precisa y casi perfecta de lo austero, pero también en un verso que ahonda en las raíces, en lo atávico, en la infancia, en el Escuque dejado atrás para enraizarse en Mérida, ciudad a la que llega un día ya perdido y lejano en el tiempo, y en la que se perpetuará hasta más allá de la muerte.

En Adiós a Escuque (1974) renace el “Viejo Lobo”, el de la infancia feliz, y nos hacemos testigos del desprendimiento, del desgarre, de la otredad erigida en nostalgia y puente con el mañana; que también se hace bruma. Palomares ahonda sin rubor en lo que queda como saldo de su niñez: en las “plantas desgreñadas”, en la “siesta”, en “los tapiales”, en los “corazones ocupados de amores turbios”, en “las noches que escribían en un oscuro diario”; en el “alma en vilo y sin ley”. La austeridad de la palabra se revierte en Palomares en río torrentoso, en hebras amargas, en poema del ayer y del ahora, en vértigo ante un recuerdo hecho nube y distancia: la casa derruida, las tías católicas, las hermanas suaves; el tener que zarpar cargado de sueños.

En Pleno verano el bardo se metamorfosea en piedra, en árbol, en fosa tumba, en escarabajo. Para él las palabras “están perdiendo su alma que solo saben nombrar muertes”. Entonces se rebela, se levanta de las sombras para hacer cuenta de las señas del verano, pero de nada le vale: se siente cansado, halla tierra seca, para él hace más de cien años que “esto” (su espacio) es pura quema, ya no hay verdor, y pide a quien desee escucharle: “Páseme un trapo húmedo/ ¡Estoy asándome!”. Palomares se mece entre la sobriedad del lenguaje y la complejidad del significado, de la imagen que nos asalta y paradójicamente azuza la pasión y los sentidos, hasta convertirnos en posesos de sus versos. Con él nos identificamos, nos comprometemos, nos hacemos cómplices en el desvarío, hasta caer exánimes frente a la contundencia de su pluma. Si bien nuestro personaje no se considera un escritor, sabe que el verso no es posible sin el dominio de la lengua, sin su puesta al servicio del alma y del sentir. Al igual que Octavio Paz en su obra El arco y la lira, nuestro poeta está consciente que “cuando la palabra es instrumento del pensamiento abstracto, el significado lo devora todo (…)”. Con el autor mexicano —transigimos, pues— que el poeta “no se sirve de las palabras. Es su servidor. Al servirlas, las devuelve a su plena naturaleza, les hace recobrar su ser.” Esto es precisamente lo que ocurre con Palomares en toda su obra: en medio de su “austeridad” de lenguaje (o precisamente por ella) les devuelve a las palabras su sentido de completud para contarnos la vida, para azuzar en cada lector el deseo ferviente de hacerse interlocutor de cada verso; para hallarle un norte, para hacerse parte y todo de lo leído, y así poder alcanzar una plenitud que sólo es posible con los grandes estetas de la palabra. Y Ramón Palomares sin duda lo es. Su palabra reverbera, se cuece en la tierra, se hace artificio y al mismo tiempo experiencia en lo cotidiano; allí donde hierve la vida. “¿A qué te sabe el caldo?”, le pregunta el bardo al paisano Juan León. Y él mismo se responde: “me sabe a muy salado, me sabe a piedras y a palo santo, me sabe como a tierra, como a hoja de ocumo, a leche de cambur”.  Finaliza el homenaje al paisano ya ido con una pregunta macerada en la nostalgia: “¿Qué se hizo la casa de Juan León?”. Tal vez se preguntaba a sí mismo: ¿Qué fue del Escuque perdido en la añoranza, de la casucha, de las rosas rojas, de la tierra seca, de la madre sentada entre las ruinas, de los perros que chillan en el silencio?”. Ya exhausto se responde: “Déjennos descansar que esto no es más que una muerte”.  Pero el poeta vuelve a casa al final del camino, y echa a andar “codo a codo con (…) cielos sombríos”, escucha voces, oye (sus) “procederes turbios” y la fiera que guarda. El poeta se asombra al no hallar amigos, más sin embargo se topa con la calle “ahíta de grietas”. Ve sombras y siluetas que se escurren. Al final se convence: “No hay nadie, es madrugada. / No hay luna. / El sol no existe”.

El poeta no se quedó en la nostalgia y su verbo alado, circunspecto y viril se trasladó a Mérida, se entrañó en esta tierra, a la que cantó una y otra vez fundándola de nuevo, trayendo en sus páginas reminiscencias de los hombres primigenios: Pedro Gaviria, Miguel Trejo, Diego Luna, Juan Andrés Varela, Martín Sulbarán y Andrés Pernía; aquellos quienes se repartieron sus tierras hasta hacer de ella un villorrio del que nacería una historia. “Todo comenzaba de nuevo —nos recuerda Palomares— con esos hombres a caballo / ceñudos, / ambiciosos. / No muchos, es cierto, / pero / audaces, / desconocedores del miedo, / crueles. / Trazaron y volvieron a trazar / su ciudad”. No pudo escapar el poeta a la magia de la ciudad generosa que lo hizo su hijo, su académico; que lo abrazó con su lluvia, con sus delgados ríos, con los “espectros temblorosos que discurren por sus parques envolviendo sus fuentes. Le recitó con su voz clara y con su rostro marcado y curtido por muchos soles y lunas: “Alta ciudad de páramos / cerrada, secreta, / consentida.”. Y como “ningún amor cabe en un cuerpo solamente”, nos los recuerda el también poeta Eugenio Montejo en su celebérrimo Alfabeto del mundo, nuestro homenajeado de hoy torna la mirada hacia los ríos que surcan y bordean la ciudad, a su nueva amante, para hablarnos de la altivez del Chama, de la nobleza de su historia, de sus luminosos misterios, de la destrucción de la cual se le acusa con “metáforas de fiereza”. Nos dice con exaltación lingüística, que a veces contradice su decisión austera, transijo: “Las imágenes de tus cascadas y el goce de tus peces / saben a tormenta. / Nadir y Erebo es el corte frontal de tus dientes / que han desbancado cordilleras y arrumbado haciendas y / farallones/ hundiéndolos en tu helado tumulto. / Y ya de tiempos tan remotos eras imagen vengadora, / refugio de guerreros, gran chorro de espumas, / furioso y tronador.”

Al Mucujún el poeta le dice: “Tú no eres un río para la muerte, / hermoso Mucujún. / Ningún cuerpo vendrá, / rostro devorado ni tinieblas / en tus corrientes; / golondrinas sí / golondrinas que se entrecruzan sobre tus linfas.”  En este poema el lenguaje se hace cómplice de las sensaciones, de los espejismos que se dilatan en la mente de quien se acerca a estas páginas, hasta alcanzar una cima que se hace autárquica en la medida en que cobran fuerza inusitada, hasta quedarse anidadas en nuestra mente como el postrer anhelo de quien ya otea una llegada: “Si alguna vez dentro de muchos años / alguien sintiera deseos de encontrarme / habré de estar allí, / bajo el trébol, / o arriba, / volando en los follajes / junto al aire que reza / un profundo deseo a Dios.”

Al sufrido Albarregas le dice impertérrito, como quien desconoce su fatal destino: “MI corazón envidia ese cristal que baja / el Páramo de Los Conejos / inserto en plumas, caballos y cedrelas / —tu vida tersa / y las vetas de lluviosas constelaciones / que han hecho en ti su fuente / Albarregas. / Albarregas que es el otro lado del mundo / Zenith todo verdor Presidido de fríos.”

Con Ramón Palomares la poesía se hace torrente de agua cristalina, y hoy su temor por lo atávico busca afanosamente el destino de las aves, hasta quedar como ellas posado sobre la roca, con la mirada quieta y puesta hacia el horizonte, y sin más anhelo que el quedarse sin estar aquí, ni más allá; tal vez entre nosotros, adnato en la conciencia; o quizás mucho más hondo. El poeta ha desplegado sus alas salpicadas de escarcha de la mañana, y ha emprendido el alto vuelo: se le ha visto otear en el horizonte de la memoria del colectivo, que es el lugar último y definitivo. Su verbo, deliberadamente austero y sin corsés, queda como representación genuina de un hombre y de un bardo ganado para la posteridad, para la infinitud, para el desvarío propio de quien se acerca a sus huellas y hace de ellas experiencia y sentido. Qué bueno que fuiste Ramón Palomares, ya que seguirás siendo, porque como diría el ya citado Octavio Paz: en ti la palabra se confunde con tu ser. Tú eres palabra…