sábado, 11 de julio de 2009

Mis dos mundos de Sergio Chejfec

Ricardo Gil Otaiza



No creo en azares ni en coincidencias. Considero, en todo caso, que hay chispazos del universo que nos ponen en el camino de algo o de alguien, y a partir de ese momento se desatan fuerzas desconocidas e inconmensurables, que nos empujan hacia un derrotero en particular. Con la lectura aún fresca de la novela El aire (Alfaguara, 2008), de Sergio Chejfec, uno de sus textos tempranos, quiso el propio autor —cuestión que agradezco— me acercara a la lectura de Mis dos mundos (Candaya, 2009), su más reciente incursión narrativa. Y aquí estoy, a pesar de todo: de lo tangible y de lo que no vemos, de lo real y lo imaginado; a pesar de esos mundos incomprensibles en los que las tibiezas del alma nos empujan hacia el abismo; ergo, hacia la negación del otro.
He venido siguiendo con interés la trayectoria literaria de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), desde que vivía entre nosotros, y con el primer texto leído de su ya extensa obra, supe que se trataba de un autor de culto, al que por supuesto me sumé de inmediato. Créanme, amigos, a veces me he preguntado qué es lo que en realidad me atrae de los libros de Chejfec, y he llegado a la sorprendente conclusión de que ese “algo”, supongo que intangible, está asociado a algún circuito, a alguna neurona, a alguna sinapsis que desde lo más recóndito de mi ser pugna por el rompimiento de esquemas, por la trasgresión de las normas, por la no alienación a lo que impone el perverso y pervertido mercado editorial. Algunos de los que han leído mis textos sobre varios de los libros de Chejfec, me han preguntando con sorna: “¿si la obra de Chejfec es tan exquisita como lo propones con entusiasmo y reverencia, por qué no ha alcanzado la consagración que supuestamente se merece? “Porque es un autor de culto de un grupo de iniciados y afortunados (entre los que me incluyo)” —es lo único que he atinado a responder. Esta tarde agregaría sin rubor: “prefiero que continúe siendo un autor de culto”. Por supuesto, amigos, mi añadido no es nada altruista, y sí cargado —transijo— con el deseo de continuar disfrutando de uno de los mejores de nuestras letras, pero sin el divismo propio de quienes se creen dueños de la verdad y del mundo, y terminan traicionado sus propuestas. Sergio posee una pluma magnífica, pero por fortuna deslastrada del cretinismo que se ha apoderado de otras buenas plumas, de allí el encanto de sus libros y de su personalidad, derramada profusamente en cada una de sus páginas.
En Mis dos mundos hallo sin reservas las ansias de disolución del novelista, cuestión que he encontrado en sus otros libros. Sergio describe, detalla, se detiene en lo trivial, en lo minúsculo, y es reacio a contarnos una historia como tal, al mero estilo barroco —diría Alexis Márquez Rodríguez. Con este autor argentino se rompe la teoría vargasllosiana de la novela total, para alcanzar —porque no hay dudas que la alcanza— la esplendidez del relato desde el no-relato, la visión universal del hecho literario desde la sencillez de lo cotidiano e invisible para el ojo del común. Un escritor X, muy cerca de su cumpleaños, se echa a viajar por el Brasil. Está deseoso de caminar, de patear calles y parques. Otro en el lugar de Chejfec, no dejaría escapar la oportunidad de describir la sucesión de ricas imágenes y de experiencias, que un viaje hacia lo ignoto le depara a un mortal, mucho más tratándose de una “ciudad del sur” del exótico Brasil, porque sencillamente es muy atractivo para cualquier narrador. No obstante, Sergio planifica su viaje, constantemente chequea su mapa, patea calles, se interna en un parque y se detiene en el doble juego de avance y de rémora hacia su propia interioridad, hasta que inexorablemente cierra el volumen. Ese cotejo del mundo exterior y de su propio mundo, que vemos en ésta y en sus anteriores novelas, es lo que en definitiva posibilita recrearnos en sus páginas, vernos en el mismo espejo, auscultar nuestra experiencia hasta alcanzar la plenitud de lo narrado, que no es otra cosa sino la comprensión de la clave íntima y profunda que el libro trae consigo. Pretender una historia lineal, contable, narrable desde el lugar de siempre, no es posible con Chejfec, porque sencillamente sus textos buscan la conexión íntima entre su experiencia y la del lector, como mecanismo perfecto de identificación de lo humano como esencia de lo contado.
Chejfec no le habla en su novela al lector por la vía de la muy trillada conciencia, ni pulsa las teclas de lo sensorial como mecanismo rápido y seguro de respuesta y de gratitud de parte de quien lo sigue. El autor profundiza en donde anidan las más imperceptibles de las emociones, los más sutiles deseos, lo más intrincado de la extraña complejidad de nuestros pensamientos. En la medida en que el novelista construye su texto, en esa misma proporción el lector se percata de sus intenciones, y lo sigue en el juego. El lector toma conciencia de su papel de co-protagonista de la no-historia, y entonces se hace cómplice para establecer una simbiosis que, por desmesurada, no deja de ser necesaria para el avance y la construcción del texto. La no-linealidad —tal vez la antinovela— permite la reflexión, la quietud, la detención de los “sucesos”, que no son tales, sino meras excusas para no hilvanar una historia que, de darse por la vía de lo convencional, sería un dardo mortal para la propuesta literaria de su artífice.
Chejfec echa mano de escenas, de planos narrativos y de secuencias, que le permiten fijar la atención en aquello que le interesa. Y es en estos planos en los que el autor nos entrega las claves para la comprensión de sus intenciones. Geniales resultan en este sentido las páginas en las que se detiene a teorizar, a narrar, a filosofar (a no sé qué), en torno a los cisnes de juguete que están en el parque. Francamente, no he visto cosa semejante en otro autor contemporáneo (por allá, algunos acercamientos en varios de los libros de Vila-Matas, nos traen reminiscencias de lo que en este libro hace el argentino). En las narices del lector, Chejfec construye su universo literario y no le importa que lo descubran. Es más, su acción es deliberada cuando nos dice: “Aparte de lo ya descripto, me impresionó de ellos (se refiere a los cisnes de juguete) tanto su silencio como su disposición. Ambas cualidades pueden parecer fantasiosas, ya que no me engaño: uno debe activar la imaginación para asignar vida a estos cisnes”. Aquí, en este punto, y como en toda celada, deja Chejfec al descubierto su designio y nos hace caer de nuevo en el juego ficcional cuando agrega: “Sin embargo, pese a estar aquí como se dice estacionados, su faceta realista se confirmaba en el hecho de parecer preparados para moverse en cualquier momento”. Para decirlo de otra manera: en estas páginas se construye y se de-construye la obra, se erige y a la vez ser desarticula su andamiaje, en un juego perverso mediante el cual el narrador, inventor de ese mundo o universo paralelo, lúcido demiurgo, crea y destruye a la vez, en una sucesión vertiginosa de imágenes que nos impiden caer en el abismo y el ser devorados por el vacío argumental.
La maestría de Chejfec radica precisamente en su capacidad de fusión y disociación de mundos encontrados y comunicantes, de universos inconmensurables, que buscan con afán la disyunción y al mismo tiempo la complementariedad por la vía de la conjunción de esfuerzos. En Mis dos mundos, su arte y su ficción alcanzan una cima, que sin temor a exagerar marcará un antes y un después en su narrativa. Desde la primera persona del singular va Chejfec instaurando las coordenadas de su texto, sin importar a priori si ello conduce o no a algún destino. Él echa a andar liviano, sin mucho peso sobre sus hombros, y con gran paciencia y goce estético va lucubrando su discurso, va redondeando un “algo” (posiblemente un magma) aparentemente sin cuadratura, pero que termina atrapándonos en un espacio figurado, en el cual no son posibles las reglas de la razón, pero que sin ellas jamás se podría alcanzar la plenitud estética. Los ojos de un animal, la presencia silenciosa de una tortuga, la quietud de las aguas del parque, son tomados como argumentos por el autor para desde el “sinsentido” (propio de la existencia) estructurar esa “nada” que paradójicamente plena sus textos. Tal vez los lugares de Chejfec sean los lugares sin límites de otros autores, que no soportaron el peso de la liviandad del argumento, y que con desgano dejaron en el camino regadas sus intenciones y sus sueños. Los espacios de este autor no poseen linderos naturales, ni especificaciones físicas: habitan sin rubor alguno en la vacuidad de una ficción, que de pronto se nos convierten en una portentosa realidad y, por ende, en vida y en mera cotidianidad.
Chejfec posee el don de narrar desde la inconsistencia de lo minimalista, desde el detalle superfluo, desde la vacuidad de un éter delicioso y fútil; desde la realidad que en sus manos se descompone en un inmenso espectro de mundos, que se hacen uno solo, y que también desaparecen. Chejfec se detiene largo rato y analiza, fustiga, lucubra, desmonta, acaricia cada palabra y cada suceso, como si en ello se le fuera la vida, y entonces da el salto, avanza, bien desde el punto de partida precedente, bien desde otro ángulo, y luego regresa para atar los cabos que quedaron sueltos. Una técnica perfecta que le permite indagar con detalle, a veces con lupa, en esa interioridad que se hace vida y suceso desde lo minúsculo. Chejfec dialoga con su otro yo, piensa en voz alta, por breves instantes se mimetiza y se convierte en el otro; a veces se hace impersonal y toma distancia. Tal vez esta dinámica es lo que le insufla a sus textos una versatilidad impensable en los soliloquios, cuya tensa calma termina por echar por tierra la intención creadora y los fines teleológicos del libro como tal. Esta autarquía literaria —por llamarla de alguna manera— no tiene otro fin que el imprimirle a lo narrado el sello de lo perdurable, de lo eterno: de ese caminar continuo por mundos insondables, posiblemente poco transitados desde antes (por lo menos de este modo), que se hacen decisivos a la hora del saldo definitivo de sus narraciones.
Al igual que sus personajes, Chejfec es un caminante; tal vez —como todo escritor— un hacedor de la nada, que de pronto se hace trascendente y necesario en medio de su propio mundo. No otra cosa se puede atisbar desde sus páginas y reflexiones. Es por ello que en ese discurrir a lo largo de su extensa obra, lo podemos ver con su morral al hombro, indagando, abriendo trochas, hurgando en la desmesura de un universo argumental, que no es nada fácil ni cómodo (por lo menos desde mi perspectiva o desde lo epistémico de la teoría literaria), si nos percatamos que la “ausencia” de una historia como tal, con todos sus elementos y posibilidades, es algo equivalente a echarse al mar sin brújula. Chejfec y sus personajes se lanzan a la aventura de la ficción, y en ese discurrir lento —pero seguro— van —vamos— descubriendo, oteando el horizonte, indagando en el absurdo de la vida, pero augurando nuevos derroteros. Empero, en ese barco no están solos los personajes y su creador: los lectores nos hacemos parte de ese mundo, nos consustanciamos, nos amalgamamos, buscamos hacernos copartícipes de un destino incierto, que al término de la experiencia nos enriquece en lo humano, y definitivamente trasciende nuestra finitud.
A lo largo del libro se van desarrollando las claves para la comprensión del “todo” argumental, y es por esto que al final el mismo autor, a manera de corolario, cierra su participación aclarándonos el porqué de sus dos mundos, que nos lleva necesariamente a unos párrafos que se yerguen de pronto en su poética narrativa. Reconoce sin más la línea difusa e indecisa que se levanta entre ambos planos, como si de realidades paralelas se tratara. Es en este punto precisamente en el que Chejfec de-construye todo el entramado orquestado en el texto, en un intento didáctico que desdibuja por instantes la perfección alcanzada, sin lograr algo que pareciera en todo caso deliberado y perverso: su disolución. Sus dos mundos: “La inmovilidad, la espera y todas las situaciones relacionadas, por un lado, y las acciones y los intercambios con el prójimo, por el otro”, signan para siempre su destino. Sólo al cierre descubrimos que era necesaria su aclaratoria, ya que de lo contrario no se alcanzaría la plenitud intertextual al carecer ese “todo” del sentido literario buscado desde un comienzo. Nos enteramos de que el caminante —es decir el novelista— ha estado en la cuerda floja, ha intentado un vano equilibrio, ha luchado para hacer confluir dos mundos antagónicos y complementarios, para así intentar ver con claridad en el horizonte.
Nos dice Chejfec al final: “Mis dos mundos no estaban separados de manera pareja ni correlativa; tampoco un mundo permanecía en las sombras o en la intimidad como contracara del otro, del visible, quién sabe cuál”. Sus dos mundos, nuestros mundos, confluyen, se encuentran, y de manera invariable permanecen como una doble posibilidad, como la inmanencia postergada, como la batalla definitiva y cruel entre la realidad y la ficción. Más trágico aún: entre la vida y la muerte.

domingo, 22 de marzo de 2009

El aire

RICARDO GIL OTAIZA


Hace casi dos años tuve la grata oportunidad de presentar en la ciudad de Mérida la más reciente novela de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), titulada Baroni: un viaje (Alfaguara, 2007). En ese momento describí detalladamente, en presencia del autor, las inmensas fortalezas de un texto sobrio, decantado, urdido desde “la diversidad de planos en un mismo espacio gravitacional, alcanzando una entropía y una atomización, sólo superadas por el oficio del autor y por los deseos urgentes de contar y de entregarnos las historias”. Cayó ahora en mis manos una de sus primeras novelas, reeditada en el 2008 por la misma casa, cuyo título —El aire— no nos sugiere mucho; es más, ni siquiera nos invita a adentrarnos en sus páginas.
Con las reticencias de siempre, abordé la lectura, y de entrada me sorprendió la ausencia de acción. La novela tiene la extraña particularidad de que no nos cuenta una historia como tal; sólo describe al personaje (de apellido Barroso) y a su entorno en una especie de regodeo argumental, en el que lentamente vamos siendo testigos del “desmontaje” vital del protagonista, a partir del abandono del cual es víctima por parte de Benavente, su esposa. Esta mera “noción” le sirve de excusa al novelista para ir desgranando con engañosa frialdad la cotidianidad de Barroso, su inacción, su desgano, que muy pronto deviene en fatalismo.
Como por arte de magia, teje Chejfec su exquisita red de un solipsismo extremo, profundo, en el cual lo único que cuenta es el yo interior, lo que piensa el personaje, su vida percibida desde su propia conciencia, y nos conduce ágilmente a través de su texto sin que notemos la no existencia de una trama; cuestión supuestamente medular en toda narración de largo aliento, que busque trascender la mera exposición fotográfica de una realidad presente o figurada.
Si como nos lo dice Mario Vargas Llosa en La orgía perpetua “al convertirse en escritura la realidad se hace mentira”, en El aire la realidad sufrida por Barroso vendría a constituirse —a partir de la escritura de Chejfec— en un cruel remedo de lo cotidiano, que termina por liquidar la esperanza del retorno a un pasado idílico, o el reacomodo de un presente signado por el fracaso y la frustración, y nos sumerge inexorablemente en la negación absoluta de la redención del personaje, al perderse en su propio laberinto de inconsistencias y al caer en su disolución emocional y física.
Barroso va cayendo paulatinamente en la oscuridad, y con él su ciudad. Percibimos atónitos a un Buenos Aires que se hace fantasmal, que se desdibuja, que va retornando —por un extraño mecanismo que ignoramos— a una etapa primigenia. De pronto Barroso se percata de que ya no puede comprar con dinero, sino que en los comercios sólo reciben vidrio que es llevado por los clientes y permutado por mercancía. De igual forma, de la noche a la mañana las terrazas de los edificios se van llenando de familias pudientes y de clase media, que han perdido todo y ahora tienen que conformarse a vivir como indigentes.
Barroso y su mundo de relaciones se hace aire, se difumina en una suerte de desintegración que se hace lógica y hasta necesaria para la suerte del libro (a medida que nos adentramos en la conciencia del personaje), hasta caer abatidos por la insólita sensación de haber leído un magnífico texto, pero a la vez de no haber leído sencillamente nada.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Entrevista con el escritor Alberto Jiménez Ure

«Asocio el Nihilismo con masacres revolucionarias y me deprimo, porque en el mundo que habitamos numerosos perturbados mentales tienen, infaustamente, el Poder del Mando»

Por NÉSTOR RIVERA URDANETA (*)

Incluido en las principales antologías de cuentos que se han editado en Venezuela durante la transición de los Siglos XX-XXI, entre las cuales Narradores andinos contemporáneos [Fundarte, Caracas, 1980], El cuento en Mérida [Universidad de Los Andes, Mérida, 1985], La narrativa corta en el Zulia [Presidencia de la República, Caracas, 1987], Relatos venezolanos del Siglo XX [Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1988] Memoria y cuento [Pomaire, 1992], Recuento [ Editorial Fundarte, Caracas, 1994], Ficción mínima [Fundarte, Caracas, 1996 y El cuento breve en Venezuela, 2005].

Escritor venezolano nacido en Tía Juana [Campo Petrolero del Edo. Zulia, 1952], publicó con Monte Ávila Latinoamericana Cuentos escogidos, con la Universidad de Costa Rica Abominables y con la Editorial Alfadil de Caracas Perversos [1995, 2002, 2004, trilogía de compilaciones antológicas personales de narraciones breves]. Espera por la aparición de su antología máxima de cuentos, intitulada Absurdos. Es autor de casi una decena de novelas, entre las que destacan Aberraciones, Adeptos, Dionisia, Facia, Desahuciados, Decapitados y Escorias.

Sobre su obra se han escrito: del ensayista venezolano BÁEZ, Fernando: Aproximaciones a la Obra Literaria de Alberto Jiménez Ure [Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela, 1991] Del argentino BENÍTEZ, Luis: El horror en la narrativa de Alberto Jiménez Ure [Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela, 1996] Del venezolano LISCANO, Juan: Jiménez Ure a contracorriente [ALEPH universitaria, Universidad de Los Andes, 2008] De la costarricense MONTERO RODRÍGUEZ, Shirley:Tres visiones del discurso de la postmodernidad en Cuentos Abominables de Alberto Jiménez Ure: tiempo, espacio, erotismo y fiabilidad [ALEPH universitaria, Mérida, Venezuela, 2008] Del venezolano GIL OTAIZA, Ricardo: Jiménezure ante la crítica Gilotaiziana [ensayos, en proceso de publicación] y del venezolano PLATA RAMÍREZ, Enrique: Las fantasmagorías en Alberto Jiménez Ure [Formó parte de sus investigaciones durante la realización del Doctorado en Literatura Iberoamericana en la Universidad Complutense, Madrid. en proceso de publicación]. Tiene también volúmenes de poemas y apotegmas o aforismos [Lucubraciones, Luxfero, Revelaciones, Pensamientos profanos, Dictados contrarrevolucionarios, Epitafios, Pensamientos Dispersos, Pensamientos]


- ¿Qué te ha impulsado a plasmarte por escrito todo este tiempo?
-Desde mis días mis infantes, la praxis escritural ha sido mi único e insustituible instrumento para expresar mis bienaventuranzas y otras veces los terrores que experimento en esto que definimos existencia y de lo cual Albert Einstein dudó la víspera de su escisión. Siempre he vivido enclavado en mi modestísima fortaleza personal, sitiado por seres de otro u otros mundos que se transportan armados con catapultas y otras armas letales en heliópolis. Sus intenciones últimas conmigo todavía ignoro. Padezco, con frecuencia, «alucinaciones» e igual soy un «clariaudiente». Cualquier psiquiatra te dirá que soy un enfermo, empero no es cierto desde mi perspectiva intelectual. Sólo soy una persona con dones que pudieran ser padecimientos.
- ¿Qué mueve y arrastra tu ficción nihilista?
-El Nihilismo es una corriente filosófica. El extinto Lenin estuvo en desacuerdo con la actitud que asumieron, en su tiempo y en territorio Imperial-«Revolucionario» Soviético, quienes enfrentaban a la burguesía comunista que se había inevitablemente convertido en un influyente grupo de reaccionarios. Me inquieta que alguien piense que soy nihilista, porque el Nihilismo [del Latín nihil, «nada»] fue fundado por el alemán Friedrich H. Jacobi: ese que inspiraría a sectores de criminales durante la Revolución Francesa intelectualmente liderada por Maximilien De Robespierre. Los jacobinos, al principio aliados de Robespierre, propugnaban que se ajusticiara mediante la guillotina a los contrarrevolucionarios, pero fueron también decapitados. Sus cabezas rodaron, también la de Robespierre. Es cierto que en mis textos se advierte cierto repudio o asco hacia las acciones que cometemos los seres menos inhumanos, y que, en ocasiones, de modo explícito, he dicho que nuestra especie debe abolirse. Pero, podemos extinguirnos sin masacrarnos. Hay un sencillo método científico: la esterilidad inducida. No creo en revoluciones, en la infusión del terror en ningún país por ninguna causa o propósito. Las revoluciones jamás enmendarán ninguna injusticia u oprobio y siempre diseminarán, sin distinciones, cadáveres de culpables e inocentes. Mi nihilismo no puede vincularse a movimientos revolucionarios, sino a lo que estrictamente dicta la Lengua Sacra: a La Nada. Yo bogo por la desaparición no violenta de nuestra fracasada y cruel especie. Es imperativo, urgente, que el llamado «Agujero Negro» absorba a la materia y todo lo que implica su existencia.


- ¿Cuáles recursos literarios te permiten expresar, cómodamente, la intención nihilista de la que te hablo en la pregunta anterior?
-He sido un fervoroso estudioso de la Filosofía, Literatura y de la Lengua Española que me place perturbar mediante neologismos y violaciones de su respetabilísima morfosintaxis de ecclesia. Mis recursos devienen de tales y venerables ascendentes.
-¿Qué te aleja del planteamiento reiterativo en tu obra? ¿Te reinventas constantemente o reconoces que caminas sobre tus propios pasos? –Esto te lo digo a propósito de que, durante las décadas de los 80 y 90, se dijo que tu estilo llenó vacíos literarios en el ámbito nacional.
-Me cuento entre los escritores obsesos. Decimos y a veces nos asustamos de nuestras confesiones o de cuanto hemos develado bajo catarsis, euforia, locura […] Entonces nos alejamos mediante la escritura de obras menos corrosivas. Me ha sucedido varias veces. Redacté la novela Facia, por ejemplo, cansado de tantas perversiones que pululaban en mi mente. Y Deus [enunciados poéticos] porque vi a mi Pater Supremum y le prometí que le dedicaría un libro. No me reinvento. Pero, no es discutible que en cada uno de mis libros esté mi impronta indeleble.
¿Consideras que existen otros precursores del «Nihilismo» en el actual panorama literario venezolano?
-No yerres, no soy precursor del Nihilismo en ningún lugar. Si fuese precursor de algún asunto en materia de creación, sería de lo que califico como Difemismo Literario. Mis escritos no suelen ser odoríficos. Asocio el Nihilismo con masacres revolucionarias y me deprimo, porque en el mundo que habitamos numerosos perturbados mentales tienen, infaustamente, el Poder del Mando y quieren revivir las cruentas abominaciones de los jacobinos y robespierrianos que abatieron a tantos inocentes durante la Revolución Francesa. También vinculo el Nihilismo con los [neo] nazifascistas y stalinistas.
¿Qué quiso decir Juan Liscano al afirmar que tu obra muestra «mensajes narrativos»? ¿Es lo mismo que «construir con ideas»?
-Entre Juan Liscano y yo hubo una verdadera comunión intelectual. Aun cuando no solía admitirlo con frecuencia para no lastimar a ciertos escritores con los cuales mantuvo buen trato y amistad, a Liscano le fastidiaba la literatura frívola y carente de profundidad. Su mente necesitaba ser conmovida, una fortísima sacudida. Él halló en mis novelas y enunciados «revelaciones» que a veces elogió y en otras ocasiones deploró. Recuerdo haberle dicho lo siguiente: «Soy, intelectualmente, la verdad en la contradicción. De Abraxas, su semejante»

-Liscano también expresó que eres un «pensador nihilista disfrazado de literato». Calzadilla Arreaza aseguró que la tuya es una «literatura de la destrucción» y que, mediante una relación «caos-análisis» buscas «llevar la compleja realidad a sus mínimos elementos aleatorios para ir al encuentro de ti mismo, con marcado acercamiento a la muerte». Otros aseveran que en tu obra subyace un afán por depurarte, vindicarte mediante confesiones […]
-Poco tiempo antes de su muerte, Liscano sospechó que yo me había convertido en uno de los principales «ideólogos del satanismo» en la ciudad de Mérida. Me llamaba constantemente por teléfono, casi a la medianoche, inquieto, ofuscado por esa absurda creencia. Juan fue un intelectual cultísimo, extraordinario defensor y propulsor de mi obra literaria, pero pienso que sus miedos de procedencia religiosa comenzaron a confundirlo cuando su edad alcanzaba los 80 años. Ya leía poco y se dedicaba a prolongadas meditaciones. Quiso volverse un verdadero gnóstico, dejar de temerle a la muerte para entrar apaciblemente en ella. Me confesaba su lealtad y afecto hacia mi, su respeto por mi obra literaria, pero era comprensible que me prejuzgara. Mis libros fueron, gradualmente, transformándose en especie de armas letales para quienes se aferran ciegamente a quien también es mi Pater Supremum. Juan Liscano me dijo haber visto a Luxfero, lo cual no me produjo perplejidad porque el Demonio es uno de los toros con los cuales suelo lidiar.
-¿Es posible un futuro promisor para el Nihilismo y sus exponentes?
-Filosófica y políticamente, el Nihilismo siempre tendrá hacedores y adherentes: siempre tendrá «futuro» mientras no propugnemos la abolición científica de nuestra especie. El Nihilismo en el ámbito literario y el que trasciende a la palabra para santificar genocidios es inmanente al Ser Menos Inhumano.
-Cuando distorsionas la realidad pretendes: ¿Innovar? ¿Asquear al lector que pueda verse reflejado en tu trabajo? ¿Volcar algún malestar personal? ¿Dejar en evidencia tu talante inconformista?
-Qué pensarías de mi si pronuncio, Néstor, frases mías e inéditas como las que a continuación pronuncio: «Si no quieres ser lastimado por el maleante, tienes que parecertele» «Comete lentamente tus asesinatos o perversiones para que tenga sentido el desgaste físico y psíquico que te provocan esos actos» «Al criminal plugo dejar con vida a quien está destinado a ser su verdugo». Elige que pretendo […] Decide tu, porque yo sólo soy un escritor y jamás juez de mis reflexiones o ficciones.



-El Nihilismo es, en esencia, una profunda reflexión y crítica a los sucesos del mundo. ¿Sería, entonces, tu literatura una crónica asqueada de tu tiempo, y, por ello, una inagotable y motivadora fuente para tu producción intelectual? ¿La narración de abominaciones no acerca tu literatura a la crónica periodística?
-Yo sólo escribo ficciones y me desahogo haciéndolo. Si semejan a «La Realidad»
o la trascienden, si la exacerban o superan, no depende de mi. Dejo los juicios respecto a mi estilo literario a ustedes, a quienes me interrogan por motivos periodísticos o académicos, a los críticos literarios, a los estudiosos de la Literatura, a mis lectores. Lo que parece cierto es que estoy en el mismo lugar donde están quienes, como yo, todavía respiran. Y si soy escritor mis textos deben estar infectados de eso que entendemos como «La Realidad».
-A partir del planteamiento anterior, ¿podría hablarse de paralelismo entre «Ficción Nihilista»-«Periodismo literario»?
-Si estamos y tenemos inteligencia, semejamos. Lo semejante no es simulación de lo paralelo o reflejo: es, sin ambages, lo idéntico. Es un razonamiento que adhiero a lo que defino Razón Inmutable.

(*) Periodista egresado de la Universidad del Zulia y tesista de «Maestría en Literatura Hispanoaamericana» por la Universidad de Carabobo, Venezuela. La presente entrevista forma parte de su trabajo académico, basado en la obra literaria del escritor Alberto Jiménez Ure.

Texto suministrado por Alberto Jiménez Ure