lunes, 1 de febrero de 2010

El chico que leía a Borges poemas de amor

Ricardo Gil Otaiza

A Tomás Eloy Martínez, in memoriam


BEPPO, EL GATO SIAMÉS, pasaba la siesta y la noche completa sobre la colcha siempre blanca de la cama del poeta. Georgie no podía negarse a los ronroneos y amapuches de su viejo gato. Cada tarde, cuando Albertico hacía su aparición en el estrecho apartamento —que le servía de hogar y de estudio al escritor— y así ejercer su oficio de “lector de Georgie”, Beppo saltaba de la cama y salía a su encuentro para olfatearlo y decidir si podía o no entrar en la casa.

Albertico ascendía las escaleras del edificio 994, con fachada de mármol rojo en la calle Maipú de Buenos Aires, y una vez ubicado en el sexto piso, pulsaba un par de veces el timbre. Al poco rato escuchaba unos pasos inseguros acercándose a la puerta. Entonces salía Beppo a su encuentro; detrás del gato, la figura ya un tanto desgarbada de Georgie (como solía llamarlo Leonor, su madre) le estiraba una mano fofa, débil (mano de escritor, pensaba Albertico), y luego le daba la espalda como señal de que lo siguiera.

La penumbra inmovilizaba al chico por breves instantes. Poco a poco iba reconociendo el lugar, y entonces se percataba de que Georgie estaba ya sentado en el diván con la mirada ciega perdida en algún punto de un sueño lejano, impaciente por empezar con su sesión de lectura. Esa tarde, el chico decidió sorprender a Borges, y en lugar de leerle El Cuervo, de Edgar Allan Poe, que Georgie había seleccionado, comenzó a leer lentamente lo siguiente: “Señora muerte: no sea usted demasiado brusca / ni demasiado lenta. Haga su trabajo como / el fuego hace el suyo sobre el hierro en / la fragua, que destruye purificando en la / llama lo superfluo. O como el agua que canta / en la boca del ahogado”… Georgie, estupefacto, mandó detener la lectura con la mano, y se quedó largo rato pensativo, como regresando de su viaje a lo desconocido. Luego dijo: “Ese texto no es de Poe, pero me sorprende su tesitura, su suavidad, su ritmo cadencioso y exquisito. Vamos, vamos, continúa a ver si doy con el autor”. Albertico abrió el libro en otra página, y leyó: “Casi ciego. La tarde / amuralla el sonido / de antiguas puertas. Cierra / el corazón sus ojos de fresca resonancia. / Y apenas queda el tibio resplandor. / ¡Qué callado el mundo crece dentro!”. El chico miró a Georgie, y a pesar de la penumbra del recinto, pudo ver cómo de aquellos ojos ciegos, de luz amarilla, brotaban incontenibles las lágrimas.

Albertico se quedó paralizado. Intentó articular palabra, y otra vez la mano extendida de Georgie le indicó el silencio. “José Ramón Medina, venezolano. Él es el autor de estos versos” —dijo Georgie a manera de susurro, con la autoridad que le otorgaban sus años y sus muchas lecturas.

En medio del desorden de la biblioteca, Georgie impuso su propio orden. Luego de la siesta pedía que le llevaran una taza de té hasta el diván, y después daba comienzo a la tarea de revisar los libros. A veces hallaba billetes que había dejado entre sus páginas. El producto de esa selección se lo entregaba a Albertico y así ahorraban tiempo para las tareas pendientes.

Georgie solía ir de paseo con Albertico por las calles aledañas a su edificio, y a veces hasta la plaza. A mitad de camino le pedía al chico que lo llevara hasta el Hotel Dorá, bastante cercano a su edificio, y ordenaba dos copas de helado. Ambos comían en silencio hasta que Borges comenzaba a recitar poemas de Kipling, de Góngora, de San Juan de la Cruz o de Lugones, y cuando ya se perfilaba la noche, pedía la cuenta y dejaba sobre la mesa un billete doblado, seguramente atesorado dentro de algún libro.

Ya sentado en su desvaído sillón, en medio de la deliciosa penumbra de su apartamento, le pedía al chico que tomara lápiz y papel, y desde la quietud de su postura, comenzaba a dictar con lentitud cada palabra. Así, hasta que se quedaba dormido.

Leonor era la primera en despertar, ya que debido a su senectud tenía que usar la bacinilla varias veces en la madrugada. Aquella mañana Georgie despertó con sobresalto. “Algo le sucedió a Madre” —le dijo a Fany, la mucama, sollozando. “Anoche soñé con ella y en el sueño llegaba hasta mi cama a despedirse con un largo adiós”. Entraron en la habitación de Leonor y Georgie se sentó en la cama y le puso su oído sobre el pecho. Entonces comenzó a llorar desconsoladamente: “Madre ha muerto —dijo en inglés— su corazón está en silencio”. No paró de llorar durante varios días y decía en voz alta: “He quedado solo y ahora no sé qué va a ser de mi vida”.

Lentamente el ritmo de trabajo se fue restableciendo. Todas las tardes, casi en el ocaso, llegaba Albertico, ascendía lentamente las escaleras del edificio 994, con fachada de mármol rojo en la calle Maipú de Buenos Aires, y una vez ubicado en el sexto piso, pulsaba un par de veces el timbre. Como siempre, Beppo lo recibía con su hocico escrutador.

A medida que pasaba el tiempo, a Georgie le gustaba que Albertico le leyera poemas de amor. Decía sin rubor: “No te extrañés, chico, soy un pérfido y un sentimental empedernido, que después de viejo se acuerda de que existe el amor”. De inmediato se corregía: ¿Existe el amor? Ambos reían a gusto, tomaban té y comían las galletas que Fany elaboraba con esmero.

A Pygmalion (la librería favorita de Borges en la que había conocido a Albertico) llegó el sobre procedente de Canadá. Cuando Albertico lo vio sobre el mostrador, no se atrevió a abrirlo. Estaba seguro de la respuesta: su solicitud de beca había sido rechazada. Lo metió dentro de un libro que le encargara Georgie.

Esa misma tarde Albertico se enteró de la muerte de Beppo. El poeta lucía abatido, con inmensas ojeras, hundido hasta el fondo en su diván. Contrariamente a lo que supuso el chico, Georgie estaba dispuesto a trabajar. Entonces le entregó el libro. Cuando lo abrió se percató del sobre que estaba dentro. El chico le habló acerca del trámite en la universidad de Canadá, así como de la respuesta que suponía había recibido. “Che, nunca se sabe…” —susurró Georgie. El chico comenzó a leer y para su sorpresa era favorable. ¿Acaso no te alegra la noticia? —lo increpó el chico. “Ya la sabía” —respondió Georgie. Hubo entonces un largo silencio (sin que Albertico lo sospechara, de la universidad canadiense le habían escrito a Borges solicitándole referencias del aspirante. Georgie hizo redactar un informe sobre la capacidad e inteligencia de su escriba y lector).

En dos semanas Albertico tendría que partir.

Del brazo de Fany llegó Georgie al aeropuerto. Llevaba puesto un traje elegante, una corbata a rayas y un sombrero que lo hacía parecer cantante porteño. Albertico lo vio y fue corriendo a su encuentro. Sin saludarlo siquiera, abrazó a Georgie y ambos no pudieron contener las lágrimas: “¡Qué llorones nos hemos puesto!” —ironizó el poeta. “No te pongás triste, che, cuando menos lo pensés estaré conferenciando con vos en la gélida Canadá”. Albertico le prometió promocionar sus libros y su figura, y Georgie se enojó muchísimo: “Tonterías, no se te ocurra semejante dislate —dijo con la voz quebrada por la emoción—, mi persona y mi obra somos eminentemente olvidables”.

A partir del día siguiente, Georgie pidió a Fany que colgara un letrero en la puerta del edificio. A pesar de su negativa, la fiel mucama se vio obligada a hacerlo:

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