sábado, 11 de julio de 2009

Mis dos mundos de Sergio Chejfec

Ricardo Gil Otaiza



No creo en azares ni en coincidencias. Considero, en todo caso, que hay chispazos del universo que nos ponen en el camino de algo o de alguien, y a partir de ese momento se desatan fuerzas desconocidas e inconmensurables, que nos empujan hacia un derrotero en particular. Con la lectura aún fresca de la novela El aire (Alfaguara, 2008), de Sergio Chejfec, uno de sus textos tempranos, quiso el propio autor —cuestión que agradezco— me acercara a la lectura de Mis dos mundos (Candaya, 2009), su más reciente incursión narrativa. Y aquí estoy, a pesar de todo: de lo tangible y de lo que no vemos, de lo real y lo imaginado; a pesar de esos mundos incomprensibles en los que las tibiezas del alma nos empujan hacia el abismo; ergo, hacia la negación del otro.
He venido siguiendo con interés la trayectoria literaria de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), desde que vivía entre nosotros, y con el primer texto leído de su ya extensa obra, supe que se trataba de un autor de culto, al que por supuesto me sumé de inmediato. Créanme, amigos, a veces me he preguntado qué es lo que en realidad me atrae de los libros de Chejfec, y he llegado a la sorprendente conclusión de que ese “algo”, supongo que intangible, está asociado a algún circuito, a alguna neurona, a alguna sinapsis que desde lo más recóndito de mi ser pugna por el rompimiento de esquemas, por la trasgresión de las normas, por la no alienación a lo que impone el perverso y pervertido mercado editorial. Algunos de los que han leído mis textos sobre varios de los libros de Chejfec, me han preguntando con sorna: “¿si la obra de Chejfec es tan exquisita como lo propones con entusiasmo y reverencia, por qué no ha alcanzado la consagración que supuestamente se merece? “Porque es un autor de culto de un grupo de iniciados y afortunados (entre los que me incluyo)” —es lo único que he atinado a responder. Esta tarde agregaría sin rubor: “prefiero que continúe siendo un autor de culto”. Por supuesto, amigos, mi añadido no es nada altruista, y sí cargado —transijo— con el deseo de continuar disfrutando de uno de los mejores de nuestras letras, pero sin el divismo propio de quienes se creen dueños de la verdad y del mundo, y terminan traicionado sus propuestas. Sergio posee una pluma magnífica, pero por fortuna deslastrada del cretinismo que se ha apoderado de otras buenas plumas, de allí el encanto de sus libros y de su personalidad, derramada profusamente en cada una de sus páginas.
En Mis dos mundos hallo sin reservas las ansias de disolución del novelista, cuestión que he encontrado en sus otros libros. Sergio describe, detalla, se detiene en lo trivial, en lo minúsculo, y es reacio a contarnos una historia como tal, al mero estilo barroco —diría Alexis Márquez Rodríguez. Con este autor argentino se rompe la teoría vargasllosiana de la novela total, para alcanzar —porque no hay dudas que la alcanza— la esplendidez del relato desde el no-relato, la visión universal del hecho literario desde la sencillez de lo cotidiano e invisible para el ojo del común. Un escritor X, muy cerca de su cumpleaños, se echa a viajar por el Brasil. Está deseoso de caminar, de patear calles y parques. Otro en el lugar de Chejfec, no dejaría escapar la oportunidad de describir la sucesión de ricas imágenes y de experiencias, que un viaje hacia lo ignoto le depara a un mortal, mucho más tratándose de una “ciudad del sur” del exótico Brasil, porque sencillamente es muy atractivo para cualquier narrador. No obstante, Sergio planifica su viaje, constantemente chequea su mapa, patea calles, se interna en un parque y se detiene en el doble juego de avance y de rémora hacia su propia interioridad, hasta que inexorablemente cierra el volumen. Ese cotejo del mundo exterior y de su propio mundo, que vemos en ésta y en sus anteriores novelas, es lo que en definitiva posibilita recrearnos en sus páginas, vernos en el mismo espejo, auscultar nuestra experiencia hasta alcanzar la plenitud de lo narrado, que no es otra cosa sino la comprensión de la clave íntima y profunda que el libro trae consigo. Pretender una historia lineal, contable, narrable desde el lugar de siempre, no es posible con Chejfec, porque sencillamente sus textos buscan la conexión íntima entre su experiencia y la del lector, como mecanismo perfecto de identificación de lo humano como esencia de lo contado.
Chejfec no le habla en su novela al lector por la vía de la muy trillada conciencia, ni pulsa las teclas de lo sensorial como mecanismo rápido y seguro de respuesta y de gratitud de parte de quien lo sigue. El autor profundiza en donde anidan las más imperceptibles de las emociones, los más sutiles deseos, lo más intrincado de la extraña complejidad de nuestros pensamientos. En la medida en que el novelista construye su texto, en esa misma proporción el lector se percata de sus intenciones, y lo sigue en el juego. El lector toma conciencia de su papel de co-protagonista de la no-historia, y entonces se hace cómplice para establecer una simbiosis que, por desmesurada, no deja de ser necesaria para el avance y la construcción del texto. La no-linealidad —tal vez la antinovela— permite la reflexión, la quietud, la detención de los “sucesos”, que no son tales, sino meras excusas para no hilvanar una historia que, de darse por la vía de lo convencional, sería un dardo mortal para la propuesta literaria de su artífice.
Chejfec echa mano de escenas, de planos narrativos y de secuencias, que le permiten fijar la atención en aquello que le interesa. Y es en estos planos en los que el autor nos entrega las claves para la comprensión de sus intenciones. Geniales resultan en este sentido las páginas en las que se detiene a teorizar, a narrar, a filosofar (a no sé qué), en torno a los cisnes de juguete que están en el parque. Francamente, no he visto cosa semejante en otro autor contemporáneo (por allá, algunos acercamientos en varios de los libros de Vila-Matas, nos traen reminiscencias de lo que en este libro hace el argentino). En las narices del lector, Chejfec construye su universo literario y no le importa que lo descubran. Es más, su acción es deliberada cuando nos dice: “Aparte de lo ya descripto, me impresionó de ellos (se refiere a los cisnes de juguete) tanto su silencio como su disposición. Ambas cualidades pueden parecer fantasiosas, ya que no me engaño: uno debe activar la imaginación para asignar vida a estos cisnes”. Aquí, en este punto, y como en toda celada, deja Chejfec al descubierto su designio y nos hace caer de nuevo en el juego ficcional cuando agrega: “Sin embargo, pese a estar aquí como se dice estacionados, su faceta realista se confirmaba en el hecho de parecer preparados para moverse en cualquier momento”. Para decirlo de otra manera: en estas páginas se construye y se de-construye la obra, se erige y a la vez ser desarticula su andamiaje, en un juego perverso mediante el cual el narrador, inventor de ese mundo o universo paralelo, lúcido demiurgo, crea y destruye a la vez, en una sucesión vertiginosa de imágenes que nos impiden caer en el abismo y el ser devorados por el vacío argumental.
La maestría de Chejfec radica precisamente en su capacidad de fusión y disociación de mundos encontrados y comunicantes, de universos inconmensurables, que buscan con afán la disyunción y al mismo tiempo la complementariedad por la vía de la conjunción de esfuerzos. En Mis dos mundos, su arte y su ficción alcanzan una cima, que sin temor a exagerar marcará un antes y un después en su narrativa. Desde la primera persona del singular va Chejfec instaurando las coordenadas de su texto, sin importar a priori si ello conduce o no a algún destino. Él echa a andar liviano, sin mucho peso sobre sus hombros, y con gran paciencia y goce estético va lucubrando su discurso, va redondeando un “algo” (posiblemente un magma) aparentemente sin cuadratura, pero que termina atrapándonos en un espacio figurado, en el cual no son posibles las reglas de la razón, pero que sin ellas jamás se podría alcanzar la plenitud estética. Los ojos de un animal, la presencia silenciosa de una tortuga, la quietud de las aguas del parque, son tomados como argumentos por el autor para desde el “sinsentido” (propio de la existencia) estructurar esa “nada” que paradójicamente plena sus textos. Tal vez los lugares de Chejfec sean los lugares sin límites de otros autores, que no soportaron el peso de la liviandad del argumento, y que con desgano dejaron en el camino regadas sus intenciones y sus sueños. Los espacios de este autor no poseen linderos naturales, ni especificaciones físicas: habitan sin rubor alguno en la vacuidad de una ficción, que de pronto se nos convierten en una portentosa realidad y, por ende, en vida y en mera cotidianidad.
Chejfec posee el don de narrar desde la inconsistencia de lo minimalista, desde el detalle superfluo, desde la vacuidad de un éter delicioso y fútil; desde la realidad que en sus manos se descompone en un inmenso espectro de mundos, que se hacen uno solo, y que también desaparecen. Chejfec se detiene largo rato y analiza, fustiga, lucubra, desmonta, acaricia cada palabra y cada suceso, como si en ello se le fuera la vida, y entonces da el salto, avanza, bien desde el punto de partida precedente, bien desde otro ángulo, y luego regresa para atar los cabos que quedaron sueltos. Una técnica perfecta que le permite indagar con detalle, a veces con lupa, en esa interioridad que se hace vida y suceso desde lo minúsculo. Chejfec dialoga con su otro yo, piensa en voz alta, por breves instantes se mimetiza y se convierte en el otro; a veces se hace impersonal y toma distancia. Tal vez esta dinámica es lo que le insufla a sus textos una versatilidad impensable en los soliloquios, cuya tensa calma termina por echar por tierra la intención creadora y los fines teleológicos del libro como tal. Esta autarquía literaria —por llamarla de alguna manera— no tiene otro fin que el imprimirle a lo narrado el sello de lo perdurable, de lo eterno: de ese caminar continuo por mundos insondables, posiblemente poco transitados desde antes (por lo menos de este modo), que se hacen decisivos a la hora del saldo definitivo de sus narraciones.
Al igual que sus personajes, Chejfec es un caminante; tal vez —como todo escritor— un hacedor de la nada, que de pronto se hace trascendente y necesario en medio de su propio mundo. No otra cosa se puede atisbar desde sus páginas y reflexiones. Es por ello que en ese discurrir a lo largo de su extensa obra, lo podemos ver con su morral al hombro, indagando, abriendo trochas, hurgando en la desmesura de un universo argumental, que no es nada fácil ni cómodo (por lo menos desde mi perspectiva o desde lo epistémico de la teoría literaria), si nos percatamos que la “ausencia” de una historia como tal, con todos sus elementos y posibilidades, es algo equivalente a echarse al mar sin brújula. Chejfec y sus personajes se lanzan a la aventura de la ficción, y en ese discurrir lento —pero seguro— van —vamos— descubriendo, oteando el horizonte, indagando en el absurdo de la vida, pero augurando nuevos derroteros. Empero, en ese barco no están solos los personajes y su creador: los lectores nos hacemos parte de ese mundo, nos consustanciamos, nos amalgamamos, buscamos hacernos copartícipes de un destino incierto, que al término de la experiencia nos enriquece en lo humano, y definitivamente trasciende nuestra finitud.
A lo largo del libro se van desarrollando las claves para la comprensión del “todo” argumental, y es por esto que al final el mismo autor, a manera de corolario, cierra su participación aclarándonos el porqué de sus dos mundos, que nos lleva necesariamente a unos párrafos que se yerguen de pronto en su poética narrativa. Reconoce sin más la línea difusa e indecisa que se levanta entre ambos planos, como si de realidades paralelas se tratara. Es en este punto precisamente en el que Chejfec de-construye todo el entramado orquestado en el texto, en un intento didáctico que desdibuja por instantes la perfección alcanzada, sin lograr algo que pareciera en todo caso deliberado y perverso: su disolución. Sus dos mundos: “La inmovilidad, la espera y todas las situaciones relacionadas, por un lado, y las acciones y los intercambios con el prójimo, por el otro”, signan para siempre su destino. Sólo al cierre descubrimos que era necesaria su aclaratoria, ya que de lo contrario no se alcanzaría la plenitud intertextual al carecer ese “todo” del sentido literario buscado desde un comienzo. Nos enteramos de que el caminante —es decir el novelista— ha estado en la cuerda floja, ha intentado un vano equilibrio, ha luchado para hacer confluir dos mundos antagónicos y complementarios, para así intentar ver con claridad en el horizonte.
Nos dice Chejfec al final: “Mis dos mundos no estaban separados de manera pareja ni correlativa; tampoco un mundo permanecía en las sombras o en la intimidad como contracara del otro, del visible, quién sabe cuál”. Sus dos mundos, nuestros mundos, confluyen, se encuentran, y de manera invariable permanecen como una doble posibilidad, como la inmanencia postergada, como la batalla definitiva y cruel entre la realidad y la ficción. Más trágico aún: entre la vida y la muerte.