viernes, 12 de septiembre de 2008

Tulio Febres Cordero vindicado por Gil Otaiza

Por Alberto JIMÉNEZ URE (*)

Interesante la forma como el escritor Ricardo Gil Otaiza inicia su biografía de Don Tulio Febres Cordero [«Edición del Diario El Nacional», Caracas, 2008], mítico y emblemático intelectual venezolano de nacimiento decimonónico [1860]. Comienza por dejar explícito que fue «mortal», como nosotros, un hombre que experimentaría bienaventuranzas e infortunios. Que sería respetado, empero igual presa de la idéntica maledicencia que los hostiles Salieri –de todas las épocas- esputan contra inteligencias como la que tuvo Mozart: y a ello no puede calificarse como algo diferente a envidia, esa que, aun cuando no siempre lesiva, fijó su acepción última en los deseos del mediocre por desestimar o embasurar el talento de quien –sin aspavientos- lo exhibe:

(…) «Si, altos y bajos tuvo la vida de Don Tulio» (…) «Paradójicamente, fue un incomprendido, un ser que tuvo que luchar contra la inmediatez de su entorno y de sus contemporáneos para erigir una obra que trascendió los límites de su tiempo histórico por acción de su mera persistencia vital» [Ob. cit. p. 14]

Cuando comencé a leer la biografía que Ricardo redactó sobre nuestra Intelligentia Mater en Mérida, le confidencié a mi fraterno autor que su texto tenía propiedades semejantes a la «Física Cuántica»: me transportaba, en un claustromóvil de antimateria, hacia aquellos días. Me vi, me sentí y deambulé, cabizbajo y triste, por las calles que transitó Febres Cordero: fui su interlocutor fortuito, me inquietó su fragilidad corporal y lo tomé del brazo, en trance de admiración, para ayudarlo a pasar de una a otra acera hacia la Plaza del Prócer Principal.

Y, eufórico, recordé mi arribo a Mérida, durante el alba de la «Década de los Años Setenta» [ya que en paz descanse, Siglo XX]. Era una ciudad fría, con una sierra feliz e ininterrumpidamente plagada de nieve, cobijada por la neblina y una sempiterna llovizna durante todo el año. En las paredes del centro de la ciudad se adhería el musgo, los enormes árboles de las plazas principales [Glorias Patrias y Bolívar] parecían gigantes de Otro Mundo, los líquenes descendían de sus ramajes y los helechos embellecían balcones y parcelas baldías. Pero, irrumpió lo que los heroicos ecologistas del Green Peace popularizaron con la expresión científica «recalentamiento global» y ya a Mérida no la estigmatiza esa, que me provocaba estupor, Sierra ad infinitum Nevada.

Asevera el biógrafo y amigo que Don Tulio saboreó las mieles del triunfo social y literario. Aun cuando Mérida era casi una aldea, no exagera Gil Otaiza porque el éxito literario nunca ha estado realmente sujeto a la perversidad de eso que alguna vez impenitente Karl Marx calificaría como plusvalía, que siempre dictada por el entenebrado territorio del [mercado] materialismo: según el cual, valemos y somos exitosos proporcionalmente al cúmulo de próceres impresos que logramos, el poder que se nos confiera o la fama [académica, intelectual o de cualesquiera disciplina] que –de súbito- nos sobrevenga. Y, si de Literatura se trata, en la actualidad seremos triunfadores sólo por decisión de los miles o millones de lectores de esta sensación albertoisteiniana de existencia que la Multimedia y otros factores de la «Ciencia Postmoderna» han empequeñecido y de la probabilidad que nuestros libros impresos se conviertan en eso que llaman best seller [que muchos hipnotizados adquirientes ni siquiera saben qué significa en Inglés] para ocupar, sin ser leídos, los anaqueles de bibliotecas universitarias, públicas o privadas, y residencias de la presunta y siempre preterida «Clase Social Culta o Instruída».

Presumo que los rasgos historicistas que tiene la obra más conocida de Febres Cordero, sus indagaciones en rededor de los mitos y leyendas del Estado Mérida y hasta las querellas por límites territoriales que lo mortificaban impulsaron a Ricardo Gil Otaiza a decir en la biografía que (…) «Su interés fue siempre impactar de manera positiva todo aquello que brotaba de su tierra como un manantial, y que podría llevarse al papel para ser eternizado» [Idem., p. 15].

La evidente sensibilidad social de Don Tulio, explícita en la enjundiosa investigación que nos presenta Ricardo, impulsaría a Febres Cordero a preocuparse por asuntos que el propio biógrafo califica de «triviales o domésticos»: el comercio de la producción del café y cacao, el resguardo de la nombradía de de las plazas y lo que hoy nada de fatuo es: el inevitable y funesto destino de los ecosistemas en el planeta.

Febres Cordero habitaba un pequeño enclave del mundo, de aquel que fue inmenso y hoy, por lo expuesto la víspera, se ha reducido. Los avances científicos y tecnológicos han transformado al planeta en una comarca. Pero, las tribulaciones de nuestra Intelligentia Mater están vigentes. Y Ricardo Gil Otaiza, con su admirable destreza de narrador que en alta estima guardo, infiere:

(…) «Una larga avenida, que otrora estuviera vigilada por decenas de altísimos árboles, tal vez cipreses, que parecían callados centinelas apostados a la vera del camino, conduce al panteón familiar de los Febres Cordero, que se encuentra junto al de los Parra, donde yace el también eminente escritor, nacido en Mucuchíes, Pedro María Parra» [Ibídem., p. 19, del entretítulo «Cinco águilas blancas y un epitafio».

Fue una decisión acertada del Gil Otaiza, talentoso merideño devenido en biógrafo de uno de un gran magma de la intelectualidad regional, abordar ciertos aspectos de cuanto fue la vida íntima del insigne Don Tulio Febres Cordero [cuyo memorable nombre luce esa imponente obra ordenada por nuestro querido amigo, escritor y Gobernador Magnífico Jesús Rondón Nucete: el principal Centro Cultural de la capital del Estado Mérida]. Nombre que igual lleva la tan numerosas veces protagónica avenida donde más tarde se construyeron las facultades de Medicina e Ingeniería de la Universidad de Los Andes, y que históricamente registra los no siempre lícitos reclamos estudiantiles, desfiles carnavalescos y otros eventos.

Nuestro Pater intelectual experimentó la muerte prematura de su primogénita, Ana Josefa. El hacedor se deprimió profundamente, y se sumergió en la pena y reflexión alrededor los infaustos sucesos que la existencia puede deparar a cualquier Ser Humano, porque nadie espera o anhela que la vida lo lastime y aflija tan cruelmente:

(…) «El escritor entra en una dura fase de introspección y de análisis de su vida familiar, y al sobreponerse de la conmoción logra escribir un hermoso texto que intituló Siempre en blanco, que representa una especie de vitrina a través de la cual Don Tulio se expone, se desnuda, abre su corazón y deja que broten todos sus sentimientos que a lo largo de la vida de la hija había anidado en lo más profundo de su yo interior» [p. 79 de «La intimidad de su tragedia personal»]

Ricardo Gil Otaiza da suma relevancia, en el entretítulo ¡Me amabas tanto! [p.p. 115-121], a episodios matrimoniales del escritor. Aparte de reputado ciudadano, su relación conyugal era, y no exagero, ejemplar. Lo cual no es frecuente entre quienes transitamos el camino de las Letras, en el curso de las postrimerías de la Presencia Humana durante la Era del Tedeum Expansivo de una Humanidad Agónica, en los tiempos del imperio de fenomenologías como el Feminismo, la Desihibición Sexual, Informática, Multimedia, la Magia de lo Satelital y la Exploración Estratosférica de los parientes de la Tierra que procreó el Big Bang. Don Tulio y Teresa de Febres Cordero se prodigaron un intensísimo amor. Cuando ella muere [1883], dejó impreso su doloroso testimonio de inquebrantable fidelidad: (…) «Aun te siento en mi mismo; estrechamente abrazada a mi espíritu, apurando conmigo, en la misma copa, la gran amargura de la orfandad en que quedan nuestros hijos» [fragmento citado por el biógrafo, p. 117]

Gil Otaiza, quien incisiva e inteligentemente indagó sobre su vida, lo dice sobre el ulterior fallecimiento del auténtico Magister de una Literatura de inestimable legado para los venezolanos: (…) «Los merideños se apostaron aquella noche del 3 de Junio del año 1938 en los predios de la casona paterna, que servía de hogar al escritor merideño, y en la que había nacido, ubicada en la esquina del Centenario, en la Avenida 3 Independencia con calle 19 Cerrada, a cuatro cuadras de la Plaza Bolívar (…) No hubo una personalidad, o un simple hombre de pueblo que no se sintiera impelido a darle el último adiós a Don Tulio. Contaba con 78 años de edad cuanto expiró…» [Supra, p. 20]

(*) Alberto JIMÉNEZ URE es novelista, cuentista y ensayista de la Universidad de Los Andes. Ex columnista de la Página A-4 [Editorial] de El Nacional durante la Década de los Años Setenta.