sábado, 19 de julio de 2008

Apostillas a la Historia de un encargo

RICARDO GIL OTAIZA



De reciente salida al mercado iberoamericano, el libro Historia de un encargo: “La catira” de Camilo José Cela, del autor venezolano Gustavo Guerrero (actualmente residenciado en Francia), por cierto, Premio Anagrama de Ensayo (2008), resalta por su fuerza desmitificadora en torno a la figura del Nobel gallego, pero también por sus imprecisiones y erratas.
A través de un lenguaje sencillo el autor nos comenta los pormenores del escándalo suscitado en Venezuela en 1955, a raíz de la publicación de la novela La catira, encargo que le hiciera el gobierno del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez, al para entonces ya connotado novelista Camilo José Cela. Cabe destacar que la “transacción” fue por un texto (cuya naturaleza fue decisión propia del autor) que versara sobre la denominada venezolanidad. Buscaba el gobierno del todavía recordado sátrapa, limpiar la imagen de un país hundido en la más inverosímil de las realidades, utilizando para ello la figura de un autor echado pa´lante, vehemente, cuya ambición —¿literaria?— nunca fue puesta en duda.
Llama poderosamente la atención el que la primera parte del libro carezca de una estructura o formato propio del género ensayístico, acercándolo sin vacilación al estudio monográfico y, por qué no, a la tesis académica (posiblemente doctoral). Hallamos un afán documental, un hacerse (tal vez asirse) de papeles que soporten lo que más adelante se nos abrirá en una suerte de panoplia discursiva, en donde entran disímiles elementos: mucha subjetividad, descontextualización, obsolescencia argumental, mala interpretación de la realidad, pero sobre todo “morriña” (para decirlo al modo gallego) por el país dejado.
Busca Guerrero demostrar que en la configuración de ese “suceso” titulado La catira, entraron en juego muchos factores: políticos, sociales, culturales, literarios, y hasta biográficos. Sin duda, la citada novela causó en su tiempo un revuelo extraordinario, llegando incluso a poner en peligro las “buenas” relaciones bilaterales entre España y Venezuela. Empero, nadie ha ocultado jamás, ni siquiera el propio Cela (descarnado como lo fue), que la obra nació azuzada por la mente brillante de un Vallenilla Lanz hijo, cómplice, mentor, ideólogo y propulsor del régimen perezjimenista, en un afán por “elevar” al país —y por ende a su gobierno— a la cima de la comprensión e inserción universal de lo (falsamente) venezolano, por la vía expedita de la literatura. Es más, fue (y continúa siendo) vox pópuli que el novelista recibió una fuerte suma de dinero como adelanto por la escritura del texto, y que ello significó un buen empujón a sus desmirriadas arcas. Hasta aquí el ensayista no ha aportado nada nuevo a la discusión, no ha descubierto —por decirlo de alguna manera— el agua tibia.
Buena parte del libro se va perniciosamente en menudencias, en entretelones, en detalles superfluos (como el que Cela se fotografió a caballo a la usanza llanera y llevaba puesto un sombrero), en los diversos viajes del escritor a Venezuela en busca de información (que si le pagaron o no el pasaje, que si el avión era de hélices, que si regresó a España sin despedirse, que si tomó información prestada de autores venezolanos como Arturo Uslar Pietri, Gallegos, Meneses, etc.), en la descripción del denso entramado burocrático que lleva a Cela a entregar a la vindicta pública la esperada novela (la componenda política, el desafío del gallego a la sensibilidad de los venezolanos). Hace énfasis el ensayista, eso sí, en la pesada carga que implicó para el gallego el compilar frases, palabras, vocablos, modismos, y venezolanismos, para luego insertarlos (atinada o desacertadamente, eso es discutible) en su libro, que hoy es objeto —con derecho— de numerosos estudios filológicos.
Me parece que el ensayista desatina al intentar analizar la estructura de La catira, porque echa mano hoy (haciendo suyos los criterios de los acérrimos detractores de ayer, tanto del autor como de la obra) de visiones, posturas y paradigmas que para la época de su elucidación eran válidos. Por otra parte, el ensayista ignora por completo la naturaleza del género novelesco, intentando en vano descalificar a la obra por la vía de su no-correspondencia con la idiosincrasia nacional, dándole la espalda a la libertad de creación del autor. Soslaya Guerrero el hecho de que la novela es un género híbrido por excelencia, maleable, versátil, en donde se pueden incorporar elementos aparentemente antinómicos, y ello es perfectamente válido. La catira está ambientada en los llanos venezolanos —transijo—, pero eso no quiere decir que sea una fotografía de la realidad; tan sólo una representación, una aproximación, una recreación artística.
Como obra literaria La catira (o cualquier otro texto creativo), está exenta de dar respuesta a los denodados afanes nacionalistas, que desde los tiempos de Guzmán Blanco se instauraron como sacra religión en nuestro país. Por ello la reacción de tirios y troyanos frente a la obra. Mientras unos vieron un “retrato” (de allí la ilusión del género, y su esencia) de la realidad venezolana (aunque magnificado por su ostentosa carga lingüística), los otros se vieron al descubierto, inermes ante una circunstancia literaria que dejó en evidencia que el “rey” estaba desnudo. Mientras los oficialistas se percataron de que había sido una torpeza hallar a un novelista para que dibujara el perfil sociológico de un pueblo asqueado frente a su propia realidad, los opositores se indignaron ante lo que consideraron una burla al manoseado gentilicio venezolano. Y en le medio quedó el narrador, el artífice de ese extraño artefacto literario (para utilizar términos de Jorge Herralde), que hizo gala su ingenio y de toda su pericia en el oficio de narrar, para escribir una obra con una fuerte marca celiana.
Si La catira buscó en su génesis (sólo política, quede claro) “competir” la universalidad alcanzada por Rómulo Gallegos con su Doña Bárbara, el escritor español se desmadró al estamparle a cada personaje (sobre todo a Pipía Sánhez) su firma: erotismo-obscenidad, sátira, ironía, humor negro y tremendismo. Algunos de los cuales no se aprecian ni por asomo en la novela de Rómulo Gallegos. Es decir, logra Cela deslindarse del acotado espectro literario de la época, de las ataduras de las periclitadas concepciones venezolanistas, de las imposiciones exógenas (incluidas las políticas, por supuesto), de la impronta de los atavismos telúricos propios del criollismo, para generar un producto raro, extraño y exótico, hasta para los propios venezolanos.
Lógicamente, no podía caber otra cosa sino el escándalo. Y se dio con mucha fuerza. Lamentable —eso sí— el que nuestro ensayista no perciba los hechos en su justa dimensión y se coloque al margen de las evidencias que él mismo nos proporciona, para lanzarse a la aventura de un análisis crítico descontextualizado, pobre y añejo en argumentos, quedándose petrificado —como la mujer de Lot— mirando hacia un pasado que como tal ya no podemos reescribir. Tan sólo nos queda —por fortuna— el vislumbre de nuevas interpretaciones de los hechos y de la obra per se, a la luz de las causas (políticas, sociales, históricas, literarias, etc.) que originaron o dieron pie a la polémica obra.
El ensayista asume posturas rígidas en su análisis; se une al coro inefable de los falsos críticos de la época. Se retrotrae —¡increíble!— a los años cincuenta, asumiendo como voz propia la de los protagonistas de entonces, para desde allí atacar (ahora sí en el presente desde donde escribe) a quien ya no puede defender su obra. Y si Cela estuviese presente se reiría con su cinismo habitual de tanta perfidia mal hilvanada, de tanta pifia mal investigada. Veamos.
Nos dice Guerrero (en una especie de conclusión, cuestión absurda en un ensayo que debe quedar abierto, a la libre de cada lector, titulada: ¿Nos espera una lengua común?) que La catira fue un fiasco (sic). Y no contento con tan alegre afirmación agrega, que “Cela da muestras de un oportunismo, una avidez y un menosprecio hacia los otros sencillamente bochornosos”. Si se analiza todo el escándalo suscitado alrededor de la novela, y la salida a la palestra de lo más graneado de nuestra intelectualidad (como de la española), para asumir posición al respecto, el argumento del “fiasco” se cae por su propio peso. Logró Cela aglutinar alrededor de su obra —y de su persona— argumentos que dieron al libro un inmenso centimetraje en la prensa iberoamericana, y ello elevó la venta de La catira a cifras astronómicas e inauditas para la época, y su figura la ubicó en la cúspide literaria, tanto en España como en los países de habla hispana. Por otra parte, el mismo Guerrero nos dice que la crítica española, no sólo le fue favorable al libro del gallego, sino que lo elevó a la categoría de obra maestra. Y ello no varió sustancialmente luego del escándalo.
Con respecto a la avidez y al oportunismo, no ha sido Cela un caso exclusivo en las letras universales. No olvidemos (por poner sólo un ejemplo) el reciente escándalo suscitado a raíz de la publicación de Pelando la cebolla, memorias de Günter Grass, en las que acepta haber formado parte de las Waffen SS, y lo calló durante varias décadas para no perder su membresía y prestigio literario (traducidos en premios, incluyendo el Nobel, dinero, etc.). En todo autor hay ansias, codicia, vanidad, y ello no lo desdibuja ante la mirada de un colectivo, porque forma parte de la naturaleza humana y, si se quiere, del mismo oficio de escribir.
El que Cela haya aceptado escribir una obra por encargo, no lo convierte en un delincuente, podría ser motivo —eso sí— de un análisis en torno a los valores que deben signar a la vida de todo creador. Recordemos que el Cela de los años cincuenta era un hombre autosuficiente, soberbio, en plena efervescencia de su pluma, dispuesto a comerse el mundo, ávido de experiencias que lo marcaran en lo personal y en lo literario. En todo caso, el “encargo” no dañó la imagen del escritor gallego: continuó de manera exitosa su carrera literaria y muchos años después (1989) alcanzó el Premio Nobel de las letras por el conjunto de su obra (incluyendo, cruel paradoja, a La catira).
Un poco antes, en la página 261, Guerrero afirma contundente: “Huelga decir que salió perdiendo asimismo (por el escándalo) Camilo José Cela, que escribió una obra mediocre y dejó fama de mercenario y oportunista en Venezuela y en Hispanoamérica. No en vano, aunque recibirá nuevas invitaciones, jamás volverá a poner los pies en el país sudamericano”. Esto es completamente falso. Cela volvió a poner gustoso los pies en Venezuela 38 años después de su odisea literaria con La catira y quien escribe —yo, por supuesto— soy testigo y fui acompañante en su visita a Mérida (Venezuela) el 3 Julio de 1993. Es más, aquella hermosa mañana (recreada varios años después, con motivo del fallecimiento del novelista, en un ensayo que publiqué en Verbigracia de El Universal de Caracas, titulado: Camilo José Cela: Un rey que no es de este mundo) le inauguramos una pequeña plaza (hoy en ruinas) y le hicimos un grato homenaje que degustó impávido desde su trono.
Más aún: desde Caracas a Mérida lo acompañaron el historiador y escritor Guillermo Morón (a despecho de Guerrero, crítico primigenio en Venezuela de La catira) y el entonces Vicerrector Académico de la Universidad de Los Andes (Venezuela), Prof. Leonel Vivas, hoy embajador en Australia. Para rematar la pifia del ensayista, y cerrando mis apostillas, el mismo Cela inmortalizó los dos días que pasó en mi ciudad en un exquisito y breve artículo titulado: Escrito al salir de Mérida de Venezuela, que insertó en su libro A bote pronto (1994), en donde expresó sin ambages y para la posteridad (Guerrero dixit), lo siguiente: “Mérida, la remota Mérida de los Andes y su Universidad, Santiago de los Caballeros de Mérida, el entrañable caserío donde puse gozoso fin a mi travesía del desierto venezolano, yo ya me entiendo y bailo solo, tras cuarenta años de paciencia y buenos deseos de acertar y sentir. Ahora tan sólo quiero dejar constancia de los dos días que viví en Mérida y que ya nadie podrá quitarme jamás”.

rigilo99@hotmail.com

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