domingo, 20 de julio de 2008

Textos del asombro y de la perplejidad

RICARDO GIL OTAIZA

Notas sobre “Jiménez Ure a contracorriente (Revelaciones íntimas a un outsider)”.


Fuera de las cartas cruzadas entre Alfonso Reyes de México y Mariano Picón Salas de Mérida (posteriormente compiladas y publicadas por Gregory Zambrano bajo el título: Odiseos sin reposo, Universidad Autónoma de Nuevo León de México y la Universidad de Los Andes de Venezuela, 2007), nos hallamos ante un libro raro, extraño, si se quiere casi inaudito en el ambiente literario latinoamericano: Jiménez Ure a Contracorriente. Revelaciones íntimas a un outsider, Ediciones Aleph Universitaria, Mérida-Venezuela, 2008. En él se insertan cartas, notas breves, sesudos ensayos literarios (y mucha intimidad), escritas y remitidas todas por el desaparecido poeta, ensayista y gran intelectual que fue Juan Liscano (Altagracia de Orituco, Estado Guárico, Venezuela, 1915, Caracas, Venezuela, 2001), al cuentista, novelista, poeta, ensayista, periodista y crítico merideño, nacido en Tía Juana del Estado Zulia, Venezuela (1952), que sigue siendo Alberto Jiménez Ure, durante 19 años de estrecha amistad personal y literaria entre ambos personajes (1978-1997).
Suele pensarse que entre personas que profesan un mismo credo o un mismo oficio prevalece la camaradería, la sinceridad, la honestidad y la ayuda desinteresada. Sin embargo, estos valores son grandes ausentes en aquellos espacios, más aún en medio del difícil contexto de las letras, en donde el “sálvese quien pueda” parece ser muchas veces el grito de guerra. Encontrarse, entonces, con textos donde uno grande de la literatura nacional reconoce sin empacho su admiración por la obra de un joven y prometedor escritor, que vive en la provincia, y que de paso se perfila como un poeta, narrador y pensador a contracorriente (casi un maldito), no es usual entre nosotros. Y eso es precisamente lo que más admiramos en estos textos del muy recordado Juan Liscano, dedicados a Alberto Jiménez Ure, que hoy nos regala Ediciones Aleph Universitaria (2008).
En la primera misiva enviada (Caracas, 27 de Junio de 1978) Juan Liscano hace su profesión de fe: declara que le gustan muchos de los relatos que ya Jiménez Ure había publicado en su libro Acarigua, escenario de espectros, que el avezado crítico ya había leído tiempo atrás. Agrega además: “Por fin un narrador venezolano que escapa del realismo, el populismo o la manía experimental”. No contento con tan clara declaración literaria agrega un comentario político —y comprometedor— “No estoy con el marxismo y su práctica política es una virtud”. Por otra parte, en esa misma carta Liscano le manifiesta a Jiménez Ure que ha de tomar un texto de su libro Diálogo con Dios para enviarlo a la revista Zona Franca y entregará los originales a Monte Ávila Editores. En otras palabras, esta primera carta marcará —a grandes rasgos— los elementos fundantes de la larga y fructífera amistad entre ambos personajes: literatura, política, sociedad e idealismo.
Ya en la segunda carta (Caracas, 11 de Marzo de 1979) se adentra Liscano en los pormenores literarios (en lo cual era un maestro) de las obras leídas y admiradas, huelga decir: Acarigua, escenario de espectros y Acertijos. En esta misiva deja el autor fluir su pluma para describir, detallar y reflexionar sobre el valor de los textos incluidos en ambos libros, expresando sin ambages sus opiniones —las más de las veces elogiosas—, sin dejar de lado la agudeza y la incisión que como crítico siempre le caracterizó. Hace gala de erudición en el tema literario, de un conocimiento profundo sobre la problemática de la narrativa venezolana y le desea a Jiménez Ure que “se logre y logre su propósito bien intuido por Calzadilla, en las breves palabras de exordio a Acertijos”, refiriéndose a que todo narrador debe alcanzar, no sólo el efecto “sorpresa” y un buen “tema” para contar, sino la perfección idiomática “que no constituye un obstáculo, sino una transparencia”.
En este mismo texto epistolar incluye Liscano críticas a obras de autores venezolanos de peso, como Salvador Garmendia, por ejemplo, y su relato El inquieto anacobero (publicado en el diario El Nacional), al que no vacila en calificar como “mediocre”. De Gallegos comenta: “después de su trilogía Doña Bárbara, Cantaclaro, y Canaima, se asustó de sus fantasmas interiores… Fuera de esos tres libros, lo demás es malo, malo”. Más adelante en el mismo texto, después de analizar someramente y criticar el contexto cultural y farandulero venezolano, agrega: “acepto el carácter minorista de la poesía, la poca recepción de la Literatura verdaderamente creativa o humanística, la marginalidad del verdadero creador”. Como se puede percibir, toda una declaración de principios que bien podrían erigirse en la base y en el sustento del oficio de escribir.
En un ensayo crítico titulado Acertijos y Jiménez Ure, en donde Liscano habla con acertado criterio en torno al libro Acertijos, señala algo que llama poderosamente la atención: “Hay escritores que tienden, desde jóvenes, a la madurez. Jiménez Ure es uno de ellos”. Reconozcamos que la frase anterior pertenece a uno de los más caros conocedores del panorama de la literatura venezolana de buena parte del siglo XX, y ello le confiere mayor peso a sus juicios, que buscan —de manera deliberada, ¿quién lo pone en duda?— insertar al joven escritor —como de hecho lo logra— en el cuadro de honor de los autores emergentes de ficción con mayor peso específico en el ámbito nacional. El padrinazgo, por decirlo de alguna manera, de Liscano a Jiménez Ure, se erige, pues, en ingente impulso a su carrera literaria y es el “responsable” (amén de su reconocido talento) de la enorme figuración que nuestro autor comienza a tener entonces dentro y fuera del país.
En el mismo ensayo crítico Liscano expresa más adelante: “(Jiménez Ure) aborda, desde una perspectiva fantástica, planteamientos filosóficos, existenciales, ontológicos, creando lo que el ya nombrado Calzadilla califica de “ficción conceptual”. En este punto de análisis literario hallamos un elemento vinculante entre la escritura de Jiménez Ure y los anhelos de trascendencia en la vida de Liscano, que con el correr del tiempo se harían esenciales en su cosmovisión y en su anhelo místico. Es decir, encuentra Liscano en los textos de nuestro autor vasos comunicantes con su propia búsqueda personal, lo que lo lleva a identificarse plenamente con su propuesta estética, y hacerla suya de inmediato. Lo fantástico no niega la trascendencia —de allí el error de percepción de algunos falsos críticos—, sólo le insufla visos que hacen de lo narrado expresión compleja y multidimensional de la vida humana y sus deseos de perpetuidad inmanente.
Al denostar frecuentemente Juan Liscano del afán realista de la literatura venezolana y aceptar como válida —desde el punto de vista estético y conceptual— la propuesta jimenezuriana, el viejo iconoclasta da un salto cualitativo en su comprensión del hecho literario como tal, y se adentra —tal vez sin saberlo, o deliberadamente, da igual— en los espesos bosques de una mirada de asombro y de perplejidad ante el derrumbe de lo establecido de la mano de un joven creador, de allí su aquiescencia y su abrazo igualmente apasionado a lo inusual, a lo antitético de su propuesta. A partir de entonces la visión liscaniana del texto narrativo y poético busca ir más allá de la forma, y se sumerge en aguas profundas donde no todos pueden ser invitados.
Admira Liscano en estos textos la capacidad de Jiménez Ure de descomponer el tiempo lineal, de ir y regresar, de fusionar pasado, presente y futuro en un mismo acto, de estar aquí y en otro espacio sin que se pierda la noción de lo leído; de sumergir a sus personajes en atmósferas psicológicas en donde el peso filosófico y moral no es un artilugio del esteta, sino esencia de lo contado. Su capacidad para fundir lo sagrado y lo profano, la precisión y la concisión de su escritura, su autenticidad y ascetismo, su ahora y su inmanencia en todo lo que atañe a la humana condición, su lanzarse permanentemente al abismo sin más certeza que su propia duda ante todo lo que lo rodea, son elementos claves frecuentemente exaltados por el viejo intelectual.
Es asombroso y ejemplarizante el permanente elogio por parte del maestro Liscano a la escritura de Jiménez Ure, y ese reconocer nuevos derroteros y esperanzas en sus textos. En carta remitida el 23 de Junio de 1985 expresa contundente: “Es heroico el esfuerzo que tú y algunos otros jóvenes hacen por sacar la narrativa del realismo, del historicismo, de la sociología”. Digo que es “asombroso” y “ejemplarizante”, porque no se trata de meros cumplidos, o de frases hechas para ganarse la aquiescencia del joven escritor; nace de la convicción profunda de estar frente a un creador que rompe esquemas, que se aleja ostensiblemente de lo estatuido, que busca en su prosa y en sus versos una perfección estilística y una densidad metafísica pocas veces vistas en autores venezolanos del siglo XX, fuera de voces extremas como la de un Ramos Sucre, por ejemplo, cuya limpieza literaria y profundidad ontológica son fuentes de encanto y de estudio aún en nuestros días. Sólo que en Jiménez Ure el realismo se aleja definitivamente y hace su entrada sin remilgos la ficción compleja, cuyo rico entramado sensorial y de lenguaje (permanentes neologismos y arcaísmos, entre otros elementos) atrae y repugna, eleva y humilla, enaltece los sentidos y la conciencia, o los sumerge indefectiblemente en las profundidades de lo desconocido.
Hallamos en estos textos epistolares a un Liscano humano, que establece con el joven escritor un vínculo de amistad que lo satisface y por ello decide retribuir la generosidad de aquél por la vía del intercambio literario, de la permanente lectura y crítica de sus textos, de confesiones personales en donde se nos muestra como el viejo literato que ve en el otro a un discípulo aventajado al que debe proteger ante su propio y desmesurado talento, y al que hay que seguir formando para que llegue a ser lo que se intuye como una semilla de inmensas posibilidades estéticas. Es tal la prodigalidad de juicio del maestro ante el discípulo, que le declara en la misma comunicación: “No abrigues el menor temor de que vaya a comprometer mi amistad tan espontánea y leal contigo porque no apruebe tu disconformidad y tus arremetidas contra tus colegas, por lo menos los que no te gustan. Más bien estoy escribiendo un largo trabajo sobre la Literatura Venezolana, para el “Círculo de Lectores”, y te voy a hacer justicia”.
A propósito de los Cuentos abominables Liscano le expresa a Jiménez Ure el 7 de Abril de 1991 lo siguiente: “Usted como yo, somos inteligencias literarias outsider”. Interesante esa declaración, porque nos muestra de manera categórica en dónde radica, pues, el vínculo, el vaso comunicante, el hijo conductor —por llamarlo de alguna manera— de la inusitada empatía intelectual entre ambos personajes. Liscano se reconoce en su propio espejo, se siente imagen especular de la figura de un joven iconoclasta en lo literario y en lo público, se identifica con este narrador “extraño”, fuera de lote, insólito, peculiar, atrevido, orgulloso, solitario; extranjero en su propia tierra.
Halla el viejo maestro la posibilidad de adentrarse en su propia poética narrativa, en su misma búsqueda, por la vía de dejarse seducir en lo literario por un creador —cuya obra en algún ensayo calificara de “maldita” e “irrespetuosa hacia la realidad”— que no buscó los caminos fáciles ni expeditos de las letras; todo lo contrario: decidió estar a contracorriente, de allí la fascinación ante su propuesta de parte de mentes lúcidas y expectantes como la de Liscano, que a pesar de haber declarado sin rubor y abiertamente: “Nadie puede disfrutar leyendo a Jiménez Ure”, se convierte en uno de sus incondicionales lectores y críticos.
Por la vía de lo dialógico encuentra el ya anciano maestro inspiración metafísica y valores espirituales, que “satisfacen” su búsqueda personal de un más allá, veamos lo que expresa en la misma carta: “lo escrito por gente como tú será tomado en cuenta como retrato fantaseado de una estación de vacío, tinieblas, desorden, aberración, idolatría del dinero y reversión de valores. Dios no tiene la culpa como tampoco tiene que ver directamente con la Creación”. Más adelante en una carta del 4 de Mayo de 1995 —y a propósito de este tema—, expresa Liscano: “da para pensar y morir tranquilo”.
Para cerrar su reflexión metafísica y trascendental leamos un fragmento de un curioso texto inserto en una carta de fecha 6 de Noviembre de 1997 (la última de la colección), donde Liscano diserta en torno al libro Revelaciones, y declara: “Satán no es sino ficción de la rebeldía de nuestra mente ante un mundo que parece regido por aquél. Pero cuando medito en Cristo, en San Francisco, en la madre Teresa de Calcuta, en José Gregorio Hernández, Satán desaparece y resplandece el Rey del Sufrimiento Humano en su cruz… Esa cruz crística me alumbrará. Lo espero. Hasta el final”. ´
Sí, fue hasta el final, ocurrido el 16 de Febrero de 2001. El hombre de letras, el crítico, el burócrata, la figura nacional y continental se sumergió en las profundas aguas de lo metafísico, de lo insondable. Nos quedan como legados sus textos poéticos, sus ensayos, sus agudas e incisivas reflexiones en torno al hecho literario, y todo ello lo describe en sus aspectos creativos e intelectuales. Pero estas cartas que hoy nos entrega Alberto Jiménez Ure, a través de Ediciones Aleph Universitaria, lo desnudan como al ser humano que fue, con todo ese espectro de altos y bajos que nos caracterizan, erigiéndose, pues, en fuentes primarias para la indagación literaria de un buen fragmento del portentoso siglo XX, que nos legó gran herencia, aunque —deberíamos transigir— inmensos desafíos…

rigilo99@hotmail.com

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