Ser austero en el campo de lo poético no se traduce
necesariamente en una merma de la expresión literaria, sino también (y aquí
cabe un primer supuesto): la condensa en una suerte de destilado, que busca
entregar espíritu y esencia con cada vocablo. Hay poetas de la exuberancia del
lenguaje, que anhelan exorcizar sus sentimientos en el papel hasta convertirlos
en cantera, en torrente; en expresión inacabada por la vía del derroche léxico.
En el primero de los casos hallamos al venezolano Ramón Palomares; en el
segundo, al chileno Pablo Neruda, quien paradójicamente es fuente de admiración
e inspiración de nuestro bardo. Centraré mis reflexiones en el trujillano,
objeto de este homenaje, por erigirse —quizás sin pretenderlo— en expresión
precisa y casi perfecta de lo austero, pero también en un verso que ahonda en
las raíces, en lo atávico, en la infancia, en el Escuque dejado atrás para
enraizarse en Mérida, ciudad a la que llega un día ya perdido y lejano en el
tiempo, y en la que se perpetuará hasta más allá de la muerte.
En Adiós a Escuque (1974)
renace el “Viejo Lobo”, el de la infancia feliz, y nos hacemos testigos del
desprendimiento, del desgarre, de la otredad erigida en nostalgia y puente con
el mañana; que también se hace bruma. Palomares ahonda sin rubor en lo que
queda como saldo de su niñez: en las “plantas desgreñadas”, en la “siesta”, en
“los tapiales”, en los “corazones ocupados de amores turbios”, en “las noches
que escribían en un oscuro diario”; en el “alma en vilo y sin ley”. La
austeridad de la palabra se revierte en Palomares en río torrentoso, en hebras
amargas, en poema del ayer y del ahora, en vértigo ante un recuerdo hecho nube
y distancia: la casa derruida, las tías católicas, las hermanas suaves; el
tener que zarpar cargado de sueños.
En Pleno verano el
bardo se metamorfosea en piedra, en árbol, en fosa tumba, en escarabajo. Para
él las palabras “están perdiendo su alma que solo saben nombrar muertes”.
Entonces se rebela, se levanta de las sombras para hacer cuenta de las señas
del verano, pero de nada le vale: se siente cansado, halla tierra seca, para él
hace más de cien años que “esto” (su espacio) es pura quema, ya no hay verdor, y
pide a quien desee escucharle: “Páseme un trapo húmedo/ ¡Estoy asándome!”.
Palomares se mece entre la sobriedad del lenguaje y la complejidad del
significado, de la imagen que nos asalta y paradójicamente azuza la pasión y
los sentidos, hasta convertirnos en posesos de sus versos. Con él nos
identificamos, nos comprometemos, nos hacemos cómplices en el desvarío, hasta
caer exánimes frente a la contundencia de su pluma. Si bien nuestro personaje no
se considera un escritor, sabe que el verso no es posible sin el dominio de la
lengua, sin su puesta al servicio del alma y del sentir. Al igual que Octavio
Paz en su obra El arco y la lira, nuestro
poeta está consciente que “cuando la palabra es instrumento del pensamiento
abstracto, el significado lo devora todo (…)”. Con el autor mexicano —transigimos,
pues— que el poeta “no se sirve de las palabras. Es su servidor. Al servirlas,
las devuelve a su plena naturaleza, les hace recobrar su ser.” Esto es
precisamente lo que ocurre con Palomares en toda su obra: en medio de su
“austeridad” de lenguaje (o precisamente por ella) les devuelve a las palabras su
sentido de completud para contarnos la vida, para azuzar en cada lector el
deseo ferviente de hacerse interlocutor de cada verso; para hallarle un norte,
para hacerse parte y todo de lo leído, y así poder alcanzar una plenitud que
sólo es posible con los grandes estetas de la palabra. Y Ramón Palomares sin
duda lo es. Su palabra reverbera, se cuece en la tierra, se hace artificio y al
mismo tiempo experiencia en lo cotidiano; allí donde hierve la vida. “¿A qué te
sabe el caldo?”, le pregunta el bardo al paisano Juan León. Y él mismo se
responde: “me sabe a muy salado, me sabe a piedras y a palo santo, me sabe como
a tierra, como a hoja de ocumo, a leche de cambur”. Finaliza el homenaje al paisano ya ido con una
pregunta macerada en la nostalgia: “¿Qué se hizo la casa de Juan León?”. Tal
vez se preguntaba a sí mismo: ¿Qué fue del Escuque perdido en la añoranza, de
la casucha, de las rosas rojas, de la tierra seca, de la madre sentada entre
las ruinas, de los perros que chillan en el silencio?”. Ya exhausto se responde:
“Déjennos descansar que esto no es más que una muerte”. Pero el poeta vuelve a casa al final del
camino, y echa a andar “codo a codo con (…) cielos sombríos”, escucha voces,
oye (sus) “procederes turbios” y la
fiera que guarda. El poeta se asombra al no hallar amigos, más sin embargo se
topa con la calle “ahíta de grietas”. Ve sombras y siluetas que se escurren. Al
final se convence: “No hay nadie, es madrugada. / No hay luna. / El sol no existe”.
El poeta no se quedó en la nostalgia y su verbo alado,
circunspecto y viril se trasladó a Mérida, se entrañó en esta tierra, a la que cantó
una y otra vez fundándola de nuevo, trayendo en sus páginas reminiscencias de
los hombres primigenios: Pedro Gaviria, Miguel Trejo, Diego Luna, Juan Andrés
Varela, Martín Sulbarán y Andrés Pernía; aquellos quienes se repartieron sus
tierras hasta hacer de ella un villorrio del que nacería una historia. “Todo
comenzaba de nuevo —nos recuerda Palomares— con esos hombres a caballo /
ceñudos, / ambiciosos. / No muchos, es cierto, / pero / audaces, /
desconocedores del miedo, / crueles. / Trazaron y volvieron a trazar / su
ciudad”. No pudo escapar el poeta a la magia de la ciudad generosa que lo hizo
su hijo, su académico; que lo abrazó con su lluvia, con sus delgados ríos, con
los “espectros temblorosos que discurren
por sus parques envolviendo sus fuentes. Le recitó con su voz clara
y con su rostro marcado y curtido por muchos soles y lunas: “Alta ciudad de
páramos / cerrada, secreta, / consentida.”. Y como “ningún amor cabe en un
cuerpo solamente”, nos los recuerda el también poeta Eugenio Montejo en su
celebérrimo Alfabeto del mundo,
nuestro homenajeado de hoy torna la mirada hacia los ríos que surcan y bordean
la ciudad, a su nueva amante, para hablarnos de la altivez del Chama, de la
nobleza de su historia, de sus luminosos misterios, de la destrucción de la
cual se le acusa con “metáforas de fiereza”. Nos dice con exaltación
lingüística, que a veces contradice su decisión austera, transijo: “Las
imágenes de tus cascadas y el goce de tus peces / saben a tormenta. / Nadir y
Erebo es el corte frontal de tus dientes / que han desbancado cordilleras y
arrumbado haciendas y / farallones/ hundiéndolos en tu helado tumulto. / Y ya
de tiempos tan remotos eras imagen vengadora, / refugio de guerreros, gran
chorro de espumas, / furioso y tronador.”
Al Mucujún el poeta le dice: “Tú no eres un río para la
muerte, / hermoso Mucujún. / Ningún cuerpo vendrá, / rostro devorado ni tinieblas
/ en tus corrientes; / golondrinas sí / golondrinas que se entrecruzan sobre
tus linfas.” En este poema el lenguaje
se hace cómplice de las sensaciones, de los espejismos que se dilatan en la
mente de quien se acerca a estas páginas, hasta alcanzar una cima que se hace
autárquica en la medida en que cobran fuerza inusitada, hasta quedarse anidadas
en nuestra mente como el postrer anhelo de quien ya otea una llegada: “Si
alguna vez dentro de muchos años / alguien sintiera deseos de encontrarme / habré
de estar allí, / bajo el trébol, / o arriba, / volando en los follajes / junto
al aire que reza / un profundo deseo a Dios.”
Al sufrido Albarregas le dice impertérrito, como quien
desconoce su fatal destino: “MI corazón envidia ese cristal que baja / el
Páramo de Los Conejos / inserto en plumas, caballos y cedrelas / —tu vida tersa
/ y las vetas de lluviosas constelaciones / que han hecho en ti su fuente /
Albarregas. / Albarregas que es el otro lado del mundo / Zenith todo verdor
Presidido de fríos.”
Con Ramón Palomares la poesía se hace torrente de agua
cristalina, y hoy su temor por lo atávico busca afanosamente el destino de las
aves, hasta quedar como ellas posado sobre la roca, con la mirada quieta y puesta
hacia el horizonte, y sin más anhelo que el quedarse sin estar aquí, ni más
allá; tal vez entre nosotros, adnato en la conciencia; o quizás mucho más
hondo. El poeta ha desplegado sus alas salpicadas de escarcha de la mañana, y
ha emprendido el alto vuelo: se le ha visto otear en el horizonte de la memoria
del colectivo, que es el lugar último y definitivo. Su verbo, deliberadamente
austero y sin corsés, queda como representación genuina de un hombre y de un bardo
ganado para la posteridad, para la infinitud, para el desvarío propio de quien
se acerca a sus huellas y hace de ellas experiencia y sentido. Qué bueno que
fuiste Ramón Palomares, ya que seguirás siendo, porque como diría el ya citado Octavio
Paz: en ti la palabra se confunde con tu ser. Tú eres palabra…